En algunos momentos del día hay un ruido abrumador en la ciudad, provocado especialmente por los coches y las obras; incluso en los parques, adonde acude el ciudadano buscando reposo para el cuerpo y el espíritu, atronadores cortacésped e infernales sopladoras de hojas alteran el ... encanto de esos espacios destinados a la tranquilidad ¿Dónde quedó aquel barrido rítmico y sugerente de las antiguas escobas de mimbre?
El intenso tráfico de las tupidas redes de autovías y carreteras penetra en el paisaje a varios kilómetros de distancia, dejando a cada lado amplias bandas de hábitat perdido para la fauna y aleja nuestra reconciliación con el silencio de la naturaleza. Ruido también en el monte, provocado por los aerogeneradores que, junto con los tendidos eléctricos, se han apoderado paulatinamente del paisaje mesetario.
Ruido digital, de los auriculares que trepanan los conductos auditivos de muchos jóvenes, y también el de los potentes altavoces de conductores desconsiderados, deseosos de compartir con los demás un estruendo pretendidamente armonioso: exhibicionistas a ventanilla abierta de su dudoso gusto musical, de una desconsideración quizás equiparable a las motos que pasan a tumba abierta sin escape.
Ruido de los móviles, que interrumpen reuniones relevantes y conversaciones íntimas con su amplísimo repertorio de sonidos, anunciando con sus incesantes reclamos —como niños vocingleros llamando la atención— la acuciante llegada en ráfaga de mensajes insustanciales.
Ruido también en las redes sociales, que han trasladado la barra del bar al ciberespacio, donde proliferan comentarios banales y linchamientos públicos; espacio virtual que acoge a todos por igual y donde cualquiera tiene la posibilidad de decir la ocurrencia o la barbaridad que se le antoje, destinada a cientos o miles de seguidores que le agasajarán con lo más deseado, un 'like'. Estamos permanentemente conectados a otros, pero realmente eso no evita nuestra sensación de soledad.
Ruido en Internet, por la ingente cantidad de información, donde se vuelve necesario mucho criterio para discriminar la falsa de la valiosa, cada vez más escondida en la fronda de esa selva de Babel, para navegar sin brújula ni sextante por la procelosa web.
Ruido en el interior de nuestro cerebro, provocado por el tráfago de información imposible de procesar, que nos llega a un ritmo sin precedentes en la historia de la humanidad. El cóctel de exceso de estímulos, las propias vivencias personales y los imparables pensamientos conducen a las personas a la búsqueda de propuestas de origen oriental: yoga, meditación, chi kung, mindfulness…, técnicas rehabilitadoras de almas desconcertadas hacia el reencuentro con la paz. Buscamos deliberadamente el ruido mental, la distracción, el movimiento, el no parar, porque el silencio obliga al reencuentro con uno mismo y nos asusta, pero paradójicamente la sociedad de la comunicación provoca insatisfacción.
Ruido político, engaños y medias verdades, información falsa de grupos ultra que pretenden hacer pasar por normal y democrático lo que no lo es. O de otros que, preparados en su propia salsa y ajenos a lo valioso del exterior, espolean la primacía de la emoción sobre la razón y tratan de imponer a los demás sus propias creencias excluyentes, incluso agitando a las masas desde puestos institucionales de responsabilidad. Sigmund Freud afirmaba que el fanatismo es un medio por el que el hombre busca la seguridad y la felicidad motivado por la ansiedad de estar seguro. De alguna forma es un mecanismo de defensa contra la inseguridad. Erich Fromm coincide con ese punto de vista y define esa exaltación apasionada de creencias y opiniones como un intento de escapar de la soledad y un deseo de establecer vínculos afectivos con otras personas que piensan de la misma manera, reduciendo de esa manera el miedo a la libertad y a la soledad.
En una de las zonas más escondidas y alejadas del Pirineo leridano, al otro lado del conocido túnel de Viella y enmarcado en pleno Valle de Arán, la magnífica torre de la iglesia de Salardú, antigua fortificación defensiva, proyecta su sombra sobre las tumbas de un pequeño cementerio que esconde un irónico secreto, por medio del cual los muertos parecen desmentir a bastantes de sus paisanos vivos de la única forma que quizás pueden hacerlo: con su silencio respetuoso y sus nombres inscritos en las pequeñas lápidas de mármol, que cuentan sin apasionamiento alguno, al frío viento del norte, la historia real de las personas, en las que el viajero inquieto y algo escéptico puede leer profusamente repetido el apellido 'España', tan poco corriente en el resto del Estado. Finalmente, tras la ensordecedora aglomeración de ruidos, acabaremos todos ineludiblemente rodeados de ese sabio silencio del camposanto.
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