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El ruido de las bombas
El avisador ·
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«Occidente no se mueve. Porque ni quiere ni sabe ni puede. Y porque es consciente de que el nuevo árbitro del orden mundial ya no es Estados Unidos, sino China»El establecimiento de un nuevo telón de acero «entre Rusia y el mundo civilizado». Esa será la verdadera consecuencia, según Zelenski, de la invasión de su país. Que el ruido de las bombas se oiga en el mundo entero, ha dicho, con una voz que ... ya ha dejado de ser audible. Europa tiene el oído duro. Encallecido. Y Occidente, eso que queda todavía bajo la égida de la Otan, prefiere hablar de sanciones económicas antes que de telones de acero o de vidas humanas. O de aplastamientos de la libertad. En todo caso se remite a las sanciones anunciadas por los Estados Unidos. Rápidas y severas, dice Biden. Capaces de convertir a los invasores en 'parias'. Nada más lejos de la realidad o, en todo caso, nada para lo que no estuvieran preparados los rusos desde 2014, cuando entraron en Crimea y se instalaron en la economía de guerra.
Occidente no se mueve. Porque ni quiere ni sabe ni puede. Y porque es consciente de que el nuevo árbitro del orden mundial ya no es Estados Unidos, sino China. Para desgracia de todos, incluidos los rusos. Occidente se limita a lanzar discursos a sus ciudadanos desde los palacios presidenciales de sus líderes. Discursos tardíos e impotentes. Y calcula únicamente dónde están los límites de la ambición de Putin: si en Polonia, en Rumanía o en las repúblicas bálticas. Porque ni en Bielorrusia ni en Moldavia parecen estar ya.
En Occidente seguimos, cada uno a su manera, sumidos en nuestras propias guerritas. Guerritas que ahora, a la vista de los carros de combate rusos, podrían parecer juegos de niños. Pero no lo son: alguna vez deberíamos ser conscientes de que es nuestra debilidad, nuestra adicción crónica a la taifa, lo que hace fuertes a los invasores. Fuertes y convencidos. De no ser ceniza, la calavera de Hitler se estaría ahora riendo a mandíbula batiente.
No avanzar es siempre retroceder. Y todo lo que hemos retrocedido en estos últimos años en Europa y en Estados Unidos en la defensa y la profundización de nuestra democracia es todo lo que han avanzado los que piensan que el totalitarismo es mucho más propio de la condición humana que la libertad, la igualdad o la fraternidad. La evolución o la involución se escriben cada día, y en cada casa. Los europeos nos hemos acostumbrado a estar en guerra permanente (Eslovenia, Croacia, Bosnia Serbia, Macedonia, Kosovo), conformes mientras el ruido de las bombas no llegara hasta nuestros hogares.
Ahora, queremos pensar que las calles de Kiev están lo suficientemente lejos de las de París, Roma, Berlín o Madrid como para asumir que lo máximo que nos puede suceder es que la inflación suba todavía más, y que no se detenga donde los expertos habían previsto. Pero cuando vemos ya no las bombas, sino por ejemplo las largas colas de vehículos atrapados en la huida, la mayor parte de ellos modernos y muchos equipados con las últimas tecnologías, como los nuestros, es imposible no sentirse cerca. La democracia, ésa que la propaganda rusa lleva años y años ridiculizando y minando a su alrededor por todos los medios a su alcance, huye como puede. Y nos deja a todos en evidencia.
Y más allá, el miedo a que la invasión no se quede en eso, en una ocupación relámpago, sino que, gestionada de otro modo que no sea la renuncia, pueda desembocar en una guerra mayor. Porque las guerras, digan lo que digan los libros de historia, no las gana nadie. Los rusos, que pensaron en 1989 que perdiendo la guerra fría ganaban en libertad, no son conscientes ahora de cuánto más pueden perder ganándoles la batalla a los ucranianos. Y con los rusos y los ucranianos, en realidad retrocedemos todos. El mundo entero. Cada guerra, como decía Juan Pablo II, es siempre una derrota de la humanidad. Una vez más, toca resistir.
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