Muchas veces te dije que antes de hacerlo había que pensarlo muy bien». Suena eterna la voz de Pablo Milanés cuando habla de «eso que llaman amor para vivir». Y nos sirve, además, para hablar de otras cosas menos elevadas, pero no por ello menos ... importantes. Sencillamente de las relaciones entre los hombres y las mujeres. De su grandeza y su dificultad.
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La vocinglería convierte cada día en eslogan de barraca de feria algo que debería ser frontispicio de nuestra convivencia: la igualdad entre sexos. Le hemos puesto el nombre de Igualdad a un ministerio que presume de lo que carece. La llamada de atención del último informe de la Fundación Mutua Madrileña, que habla de un nuevo aumento del machismo entre los jóvenes no es sino la punta del iceberg de una realidad profunda: estamos en retroceso.
Parece sencillo achacar este cambio solo a un sector de la sociedad. Ése que cada día cree menos en la ley y más en el instinto básico. Pero habría que ver hasta qué punto los excesos, los errores, los desbarres, las chapuzas, las caricaturas y los esperpentos de la otra parte, la que ocupa los más altos cargos de nuestras instituciones, es también responsable. Una controversia que tristemente toma carne, una semana tras otra, en la persona que se ha convertido en palo de todos los golpes, los propios y los ajenos: la ministra Irene Montero.
Lo dijo Cayetana Álvarez de Toledo, aunque entonces no armó tanto revuelo. Que Irene Montero era «la mujer más humillada de la política española». Ahora el mismo asunto vuelve a ser objeto de la descalificación cutre: «Su único mérito es haber estudiado en profundidad a Iglesias». Comentarios de colegio de monjas (pobres monjas), como alguno ha dicho. En realidad, la prueba de hasta qué punto conseguimos convertir en cabaret cualquier atisbo de crítica verdadera. Por ejemplo, cómo es posible que una democracia que persigue el nepotismo y considera el tráfico de influencias pura corrupción permita que dos miembros de una misma familia, mujer y marido, ocupen cargos en el mismo gobierno. Sin más apostillas.
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En la encuesta de Mutua, el 20% de los preguntados considera que insultar o golpear a su pareja tras una discusión no es una forma de maltrato. Y el 91% cree que las redes sociales y las nuevas tecnologías han contribuido generosamente a generar este nuevo estado de opinión entre los más jóvenes. Pero las redes no son el problema en sí. El problema es el uso que hacemos de ellas. Como el problema es que una buena parte de nuestros diputados y diputadas se han acostumbrado a trabajar para el mercadillo digital, en lugar de hacerlo para los ciudadanos. Prefieren una buena polémica en Twitter a una intervención política de verdad en el lugar en el que los españoles tenemos depositada nuestra representación democrática.
Permitiendo que su ministra de Igualdad haga el ridículo en el circo, el presidente del Gobierno siempre da un paso adelante en lo que se propone. Cuaja nuevas leyes, da de comer a los socios de la coalición y, de rebote, afianza un poco su capacidad para manipular a su antojo, descabalándolo, al poder judicial. Viejas tácticas del autoritarismo, que ahora cuentan con un aliado de excepción: eso que llaman democracia directa, y que no es otra cosa que la tiranía de las redes sociales.
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En medio de toda esta escenificación teatral, no falta quien le achaque a la presidenta Batet su incapacidad para conservar el Congreso como cámara política, en lugar de verdulería. Pero ya lo dijo Azaña desde esa misma tribuna en la que hoy resulta sencillo llamarle a alguien canalla, gilipollas, matón, corrupto, fascista o liberador de violadores: «Si los españoles habláramos solo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar». Tanto ruido y al final, por fin el fin.
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