De pequeño me regalaba un poema, una flor dibujada en cartulina y recortada con un punzón, un collar de macarrones. Yo recibía aquellas cosas, hechas por unas manos diminutas que adoraba y adoro, agradeciéndolas más que si hubiera venido del colegio con los chatones de ... la reina Victoria Eugenia en la mochila.

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Ahora ya tiene su propio dinero. Bueno, el nuestro, que son las donaciones mensuales que le hacemos en vida. Para el piso, para comida, para apuntes, para el Spotify Premium. Eso, que sepamos. Pero prefiero que se lo gaste en hamburguesas grasientas antes de que lo despilfarre en regalarme unas zapatillas de color sufrido y feas como un demonio que he visto en Instagram. «El regalo ideal para tu madre», dice el anuncio. Mira, no. Es como si, por ser madres, ya no tuviéramos el derecho constitucional a destrozarnos los pies con los tacones cuando nos salga del mismísimo juanete, o a llevar los tenis más chulos del mercado. Como si dejáramos, por arte de magia y de menopausia, de ser coquetas. Como si, por edad y condición, hubiéramos de calzarnos peor que Sophia Petrillo. Como si la maternidad fundiera a negro todo lo demás, y dejara de definirnos lo que hacemos, lo que pensamos, lo que nos gusta, lo que odiamos.

Aunque el sufrimiento por nuestros cachorros siga siendo el mismo lleguen a ministro del ramo, a registrador de la propiedad o a representante en Eurovisión, ya no damos el perfil de madre abnegada y virtuosa que, venerada en el altar del hogar, ha sido ejemplo y modelo. Más humanas que divinas, no siempre desempeñamos bien ese oficio, que es el mejor del mundo, y el más difícil. Pero no nos merecemos tamaño insulto en forma de zapatillas. Es preferible el collar de macarrones.

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