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En algún momento del siglo pasado, cuando la gente aún se ponía ebria tomando copas sobrias (sin tónicas premium, sin pepino, ni cardamomo ni ningún otro aliño, solo una ácida rodaja de limón y un par de hielos gordos en un vaso de tubo), yo ... dije «Vamos a tomarnos la última». Automáticamente, un listo me corrigió: «Eso no se dice. Se dice la penúltima». Vale, para ti la perra gorda. Pero, quieras o no, alguna vez esa penúltima será la última y tú te la habrás bebido sin saberlo. Es parte de la maldita gracia de este juego.

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No sé si Shane MacGowan se pidió una copa para el camino antes de morir; lo que sí sé es que no dejó pagados 10.000 euros en un bar para que se las tomaran en su honor, que lo ha desmentido su viuda. Pero da igual: «Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda», decía el editor del periódico al final de 'El hombre que mató a Liberty Valance'. Y la de MacGowan era la leyenda del santo bebedor, un santo laico al que le cantaron sus canciones al paso del féretro igual que le cantan saetas en Semana Santa al Santo Entierro. Por mucho que dijera Rubalcaba que en España se entierra muy bien, en Irlanda se entierra mejor.

Lo que sí es cierto es que alguien a quien conozco mucho, muchísimo, ha dejado dispuesto un dinero para que sus deudos se embolinguen tras su funeral. Es infinitamente menos que el que supuestamente había dejado MacGowan, eso sí, que apenas nos va a dar para un par de rondas, pero no es mala idea: si mezclas dolor con alpiste, se te forma tal revoltijo que acabas vomitando las penas, y eso alivia el estómago y el corazón. Pero yo no voy a dejarme pagada ni una mísera caña: no estoy dispuesta a sufragar una juerga a la que no voy a poder asistir.

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