Desde que tengo uso de memoria y de reloj, acudo al mismo sitio a cambiarle las pilas. Al reloj, digo; a la memoria no hay forma. Se trata de una relojería diminuta que hay cerca de casa, que huele a topera, a madera y a ... tabaco y que está atestada de relojes de pared con las manecillas paradas y el péndulo flácido. El relojero trabaja al fondo, con el rostro oculto por una penumbra que solo rompe la luz del flexo que cae sobre sus manos. El cuadro es tan lúgubre que, al entrar, te da que igual puedes comprar unas pilas que encargar el asesinato de un vecino molesto.

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Como no es bueno que el hombre esté solo, el relojero se lleva a un colega. Lo sienta en una mesa que hay frente a la suya y lo pone a liar cigarrillos con una maquinita. Permanecen en silencio, cada uno a lo suyo. Cuando entra un parroquiano, el colega, molesto porque han interrumpido su tarea, se levanta, le pregunta qué quiere, pasa entre las dos mesas, se acerca al relojero y le susurra al oído el encargo. «Nada, que se le atrasa el reloj», le dice, pero parece que le esté contando que el cliente en cuestión quiere cargarse al del 4ºB.

Con los relojes parados (los de pared, los de pulsera del pequeño expositor, los despertadores del mostrador que ya nadie compra porque ahora nos levantamos a toque de móvil; todos ajenos al contrasentido que supone que el tiempo se detenga en un lugar donde su transcurso debería de ser lo primordial), la relojería es una madriguera aislada del mundo, de sus hechos y de sus días, como aquel japonés que pasó treinta años escondido en la selva filipina porque no se había enterado de que había acabado la II Guerra Mundial. Los dos tipos ni siquiera sabrán cuándo empieza la III. Si es que no ha empezado ya.

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