Tengo falta de tinte. Ya sé que no es cosa mayor, que es cosa menor, pero es cosa, al fin y al cabo. Y bien puñetera, que voy por ahí con las canas al viento, pero es que es más fácil entrar en el Reino ... de los Cielos que mi peluquera me dé cita. «No tengo hueco hasta dentro de dos semanas», me ha dicho por teléfono. Chica, qué agenda.

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La cuestión es que ando con la cabeza más levantada que nunca, no sea que, al agacharla se me vean las raíces blancas. Aún no me he liberado lo suficiente de la dictadura de la belleza como para lucir la canicie con orgullo, y menos con satisfacción. Porque una se siente mejor cuando se ve bien. Y el pelo, en eso, es vital: esa mañana que los planetas se alinean y te duchas y te secas y te peinas y la melena te queda con un lustre y un movimiento de anuncio, esa mañana, digo, sales dispuesta a comerte el mundo. En cambio, si el resultado es fatal, pierdes la confianza en ti misma. Eso nos pasa a nosotras, sí, pero también a ellos: recuerdo una entrevista a Jordi Évole en 'El Hormiguero' en la que el periodista, preso de la inseguridad capilar, no paraba de atusarse el pelo mirándose en el monitor. Para enfrentarse a lo de ahí fuera, cada uno lleva sus escudos. Y sus cascos.

Se puede desacreditar a alguien de mil maneras, pero no diciendo que le dedica mucho tiempo a la peluquería. Sea el que sea el que le dedique, poco me parece. Cuando Hillary Clinton era secretaria de Estado y se pasaba la vida viajando por el mundo, le dijo a Barbara Walters lo complicado que era encontrar una peluquería en condiciones donde Cristo perdió el gorro. Si Yolanda Díaz ha dado con una buena peluquera, que no la suelte. Una no sabe cuándo va a tener una emergencia capilar.

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