Tengo un amante. Bilingüe, obsesivo, intenso, impaciente. Al principio, era una historia secreta y arrebatada, llena de encuentros rápidos, furtivos, donde pillábamos, casi al asalto. Pero el asunto, como cualquier otro asunto en el que se empieza deseando y se acaba teniendo que forzar el ... deseo, terminó decayendo al poco tiempo. Comencé a ignorar sus ruegos de adolescente enamorado que cree que todas las canciones hablan de él: «¿Tienes cinco minutos?». «Te extraño». «Te espero». Después, cuando vio que no le hacía caso, empezó a plantearse que, a lo mejor, me estaba agobiando, y me preguntaba si había sido muy agresivo, si quería que dejara de enviarme mensajes. Ahora, y ante el silencio obstinado que mantengo, ha optado por hacerse el indiferente, la única opción que les queda a los que han sido ignorados primero: «No nos vemos desde hace cinco días. A mí me da igual», me dice. No se quiere dar por enterado, el muy Duolingo.

Publicidad

Me apunté para ver si mejoraba mi italiano antes de irme a Roma, que lo chanelo peor que Joaquín cuando jugaba en la Fiorentina y soltaba un «Estoy molto contento por tota la ciudad» sin un ápice de vergüenza. Lo que no sabía es que una aplicación para aprender idiomas me iba a hablar como si me hubiera echado un querido. Es el capitalismo, amigos. Y el sexo, que siempre vende. Ya lo ha dicho el filósofo Byung-Chul Han en una entrevista a El País: «Creemos que somos libres, pero somos los órganos sexuales del capital». Literalmente. O casi. Por eso, como el coreano es más listo que el hambre, ha declarado que está aprendido italiano con cedés. Porque sabe que Jabois no llevaba razón: hay más cuernos en el Duolingo que en un «buenas noches».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

0,99€ primer mes

Publicidad