Estábamos bien contentos viendo a un joven napolitano, bajito, con tren inferior fuerte, compacto y de pelo ensortijado, patear el cuero desde cualquier parte del campo. Corría y disparaba, y no sabía hacer otra cosa, pero en esa anarquía en los pies, en ese ... ímpetu de juventud, había trazas de belleza. Mientras los nuestros defendían en bloque, juntitos, y atacaban estáticos como estafermos de futbolín, Daniele estaba enviando un proyectil desde Santa Chiara que Diego López tenía que recoger desde el fondo de la red.
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Fue bueno nuestro primer año en Primera. Nos divertíamos especulando con el VAR, que nos anulaba goles porque el portero rival no veía bien la trayectoria del balón. Salíamos en las tertulias de Pedrerol y Cristina Cubero, por alguna extraña razón, se había vuelto blanquivioleta. Despertábamos simpatías, como el niño fronterizo que participa en una carrera de la caridad. Salíamos a campeonar con Enes Ünal y Çop como referencias de gol. Se veía de vez en cuando a Ronaldo, que se dejaba fotografiar en los campos Anexos. Había mucha ilusión, porque el astro brasileño lucía los colores de nuestra zamarra en el Madison Square Garden y prometía modernizaciones en los caminos de grava y asfalto mal granulado que llevan al feudo propiedad del cabildo municipal.
Todo iba sobre ruedas. Atrás quedaron los cuatro años de peregrinaje por los infiernos de Palamós, Miranda de Ebro y Almendralejo. Sergio era nuestro salvador, el artífice de que la Leyenda del Pisuerga se llenase de cerveza y humo de bengala, quien hizo que el fichaje de Rotpuller mereciese la pena. Sergio era, en definitiva, nuestro padre. Nos conocieron por un estilo definido, tras cinco años, desde la 'era Djukic' vagabundeando por rombos herrerianos y dementes formaciones. Hacíamos un fútbol rácano. Daba asco vernos jugar, pero también daba placer de ver a nuestro equipo, nuestro equipito que perdía estrepitosamente contra el Llagostera temporadas atrás, navegar por una clasificación tranquila de Primera como tranquilo es el mar Mediterráneo.
Nos causaba risa ver a Stiven Plaza lesionarse con el filial, intentando regatearse a sí mismo, y para nada nos importaba que Ronaldo hubiese pagado dos millones por el encargado del MoneyTransfer de calle Cigüeña. Teníamos dinero y ya nada importaba. Gastar millones, recibir millones. Todo iba a ser moderno, y pese a presidir también al Corinthians brasileño, nosotros estaríamos disputando la Fase de Grupos de la Champions en un lustro. Estábamos ilusionados, porque era palabra de una estrella.
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Pero Stiven seguía lesionándose, hasta en la lejana Trebisonda. El equipo se abrió al mundo, y llegaron fichajes que ilusionaron hasta al más agrio parroquiano. Se terminó la tiranía de 'los croqueteros' y con ellos también terminó nuestro frecuente ganador 'all in' al fútbol mezquino. Las sinergias y los automatismos se desaprendieron, y con los estadios cerrados a cal y canto, los inquilinos de palco y vestuario vivieron muy cómodos sin escuchar los lamentos de los inquilinos vitalicios de la grada.
Sujetos a tremendas carambolas bajamos la última vez al fango de plata. Por aquel entonces, un comercial llamado Juan Ignacio, de apellido Martínez, tuvo que vérselas con un albano-kosovar mejor dotado para el fútbol sala, con un colombiano que siniestró un Porsche y con un suizo-dominicano que se retiró al año siguiente por insuficiencia cardíaca. Y de aquel descenso recuerdo a Bergdich llorar desconsoladamente en el banquillo, a Fausto Rossi robar las llaves de la ciudad para llevarla en volandas por toda Europa y a Stefan Mitrovic destrozar un vestuario por marcarse un gol en propia meta.
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Hoy, como ocurrió con los protagonistas de aquella España acostumbrada a ganar todo, los futbolistas ven con desidia que la exigencia de su entrenador haya sido, una vez más, la medianía. «De las tres cosas que necesitamos, la más difícil es la nuestra: ganar al Atleti. Solo hemos ganado un partido en la segunda vuelta», decía Sergio González la semana pasada, inspirando confianza e insuflando ánimos a sus pupilos.
Del Valladolid es Sabino, que anima al equipo en sus estados de WhatsApp, del Valladolid es el último ferretero de Las Delicias, que luce con orgullo una camiseta firmada por Álvaro Rubio, del Valladolid somos nosotros, que sentimos ganas de llorar después de encajar el gol de David Silva. Ronaldo ya no está, dice en su documental que está para ganar dinero. Tampoco están Espinar ni el francés. Ellos van y vienen, nosotros permanecemos, porque el Real Valladolid no nos da de comer, pero nos alimenta la vida. Del Valladolid no es una estrella que dejó de iluminar. Ronaldo ha hecho un documental promocional, pero ya nadie tiene el carisma que tenía Daniele Verde.
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