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Me tragué el acto de las Cortes por el aniversario del Estatuto. Tragar no equivale a creer; más bien, soporté con resignación el desfile de ... solemnidades. Quizá por simple morbo o porque no tenía mejor alternativa mientras la servil televisión autonómica lo reemitía. Han pasado 42 años desde la aprobación del Estatuto y el sentimiento de pertenencia a esta tierra no arraiga. Quizá Castilla y León no se envuelva en retóricas independentistas y, por tanto, no tenga mayor proyección que el manido lechazo. Ni siquiera sus propios representantes parecen creer en el Estatuto; de otro modo, resultaría difícil justificar que la conmemoración se celebrara tres días tarde en lugar de cuando correspondía.
El acto fue alcanforado y plúmbeo, como este tipo de ceremonias. Todo, salvo cuando tomó la palabra Carlos Pollán. Su discurso era previsible, pero lo impactante fue su incapacidad para leerlo con solvencia, como si enfrentarse al texto le supusiera un desafío insalvable. Pollán es el presidente más incompetente y descortés que ha tenido la institución. No cree en Castilla y León como autonomía, pero no rechaza su salario, alimentado por un sistema que desprecia. Es el guardián de un Estatuto sin hechizo, el representante de un modelo autonómico que repudia, un vigía cuya única función real es justificar su propio pedestal.
Este año, el Parlamento regional decidió conceder su medalla de oro a la Semana Santa de las nueve provincias. Podrían habérsela entregado a Cristos o Vírgenes, pero se optó por el café para todos. Pollán y el ya extinto García-Gallardo han convertido la sede de nuestra soberanía autonómica en un espectáculo indigno. Quizá el reconocimiento más justo habría sido premiar la paciencia de la ciudadanía u otorgárselo a un avestruz. Para epatar todavía más.
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