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El matadero local estaba entre mi casa y el colegio en el que hice la EGB. Una vez al año, la unidad militar competente acudía al recinto acompañada de unos caballos de pura raza española. En ese recinto colgaba un letrero enorme: «Parada de Sementales ... del Estado», aunque no se veía por allí a ningún ministro franquista (al menos, alguno que yo reconociera), seguramente porque estaban jodiendo a la gente desde dependencias más glamurosas. El padre de un compañero de clase trabajaba en ese lupanar fauno, así que nos brindó la oportunidad de satisfacer la curiosidad. La verdad es que el protocolo era cuanto menos chocante para chavales como yo. Los propietarios de yeguas acudían al lugar para ser cubiertas por un galán. En primer lugar, los militares ataban sus patas y cola. Seguidamente, sacaban de una cuadra a un caballo imponente, que olisqueaba el sexo de la hembra. El macho subía a su lomo relinchando, mientras un soldado guiaba su descomunal miembro (el del equino) con el fin de cumplir. Satisfecha la eferencia, el caballo descendía, y su miembro vertía al suelo el resto del apreciado fluido vital. Años más tarde supe que ese oficio era el de mamporrero; aunque malsonante, se trataba de un curro tan digno como cualquier otro.
La RAE muestra también una acepción despectiva para otra clase de mamporreros, aquellas personas que amañan algo en beneficio de otras. Y echando un vistazo a la política, uno encuentra acreedores que puedan portar el título, en una suerte de quid pro quo. Miguel Ángel Rodríguez, Ayuso y Milei. Putin y Kim Jong-un. Los chinos, con el sátrapa ruso. Netanyahu, consigo mismo. Los iraníes, junto a los rusos. Hezbollah y los ayatolás. Trump y míster Hyde. Orbán y Putin. Mañueco y Gallardo. La lista es tan extensa que daría para un ensayo terrible.
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