Había visto por enésima vez 'El gran asalto al tren', de Michael Crichton, una pelí resultona de 1978, con Connery y Sutherland. Ambientada en la época victoriana, la trama gira en torno al robo del oro de Crimea cargado en un tren, a manos de ... tres pillos. El clan vació con éxito el tesoro que transportaba el convoy. El último pase de la cinta me agitó.

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Siete años más tarde del estreno del filme, Enrique Barón (ministro de Felipe González), optó por desmantelar el tren vertebrador e imprescindible de la Ruta de la Plata, que unía Gijón con Sevilla, dinamizador de la economía de todas las provincias del trayecto. Barón (a quien el tiempo demostró que el cargo le quedaba grande), firmó el 1 de enero de 1985 el cese de la infraestructura. Él, un tipo sosegado y trepa, parlanchín ex cátedra, que llegó a presidir el Parlamento Europeo, no le vio futuro al asunto. Abogado y economista, pequeño de estatura y de miras, aunque sin eludir su proyección personal, decidió prescindir de un servicio fundamental «por no verle viabilidad». La gente de estatura baja suele desarrollar habilidades de las que carece el resto: entretienen a la gente, agudizan el ingenio, son chistosos e implementan su inteligencia para sobrevivir y comerse alguna rosca.

Aun así, la realidad aterriza en la peor pista. El sábado en Zamora se concentró un grupo de seres y estares para reivindicar la reapertura de la línea. Políticos en campaña de varias comunidades autónomas y paisanos que no lograron reunir a más de quinientos, acólitos incluidos. Pero, volviendo al comienzo, en la peli de Crichton vaciaron el tren por dentro. La casta de los dos partidos mayoritarios lo hizo por fuera hace tiempo. Todos ellos, porque optaron por aplicar móvil, oportunidad y medios para mantener su tren… de vida.

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