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Hace diecisiete años que mi padre murió de alzhéimer. La enfermedad lo devoró en menos de cuatro. En el último período de aquel calvario, lo ... trasladaron en numerosas ocasiones al hospital, aquejado de esto y lo otro, porque ese mal te putea aprovechando que desconoces quién eres. Durante la penúltima emergencia (si puede llamársela así en ese contexto), me quedé a solas con él en una sala botiquín, a la espera de que apareciese el médico. Confieso que en ese cuarto de hora me asaltó la tentación de acabar 'manu militari' con tanto dolor e indignidad: no tenía ante mí al coloso que me transmitió los valores que me acompañan, sino un saco de poco más de veinte kilos de huesos, piel y desmemoria. Además, qué importaba añadir un día a la nada. Y el sistema sanitario habría determinado «muerte por insuficiencia cardiorrespiratoria», un diagnóstico cercano al que acompañaba los informes tras los fusilamientos durante nuestra posguerra.
Mientras me debatía entre delinquir o que engordara el expediente de urgencias, apareció una joven médica. Ella se ofreció a dar un paso por mí, aunque estirando el protocolo que permitían las normas. Optamos por dejarlo estar. Lo subieron a una habitación con otros pacientes. Murió doce horas más tarde, en el plano legal.
Me habría gustado otro tránsito para mi padre en su despedida terrenal y espiritual, si es que esta última era aplicable a sus lamentables circunstancias personales. Pero la derechona de Castilla y León prefiere que mueras bajo el paraguas de su hipocresía, burlándote medios que palíen sufrimientos innecesarios, imponiendo sus normas, prejuicios vacuos y bilis electoralista. Para que no haya ninguna duda, lo votaron de este modo en las Cortes hace unos días. Otra ley digna descansa en paz. No leen leyes, pero sí cuentos.
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