Hay una luz que casi hiere, que me hace caminar con los ojos a medio abrir y exacerba la sensación de aislamiento que proporciona la mascarilla. Me prometieron 25 grados, pues ya se sabe que septiembre lo mismo va que viene, pero pasamos de los ... 30 y el sombrero de paja resulta imprescindible para que el cerebro no se me fría. Escojo uno de los pocos bares abiertos y provistos de wifi. Pido un café con tostadas mientras por las rendijas de mi anonimato veo deslizarse los barquitos alejándose del abrazo del puerto. Suspiro y me tatúo en el alma la certeza de que la paz existe, para que no se me olvide cuando vuelva a casa.
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Hay un filósofo llamado Byung-Cul Han, que nació en Corea del Sur, pero vive en Alemania desde hace años y que escribe unos libros breves e intensos sobre la condición humana. Es uno de esos pensadores que extrae el zumo de la sabiduría como si tuviera en su cabeza una licuadora que permite asimilar lo que escribe sin demasiado esfuerzo. Lo metí en la maleta para mis vacaciones; no al filósofo, sino a su último libro, 'La desaparición de los rituales', más que nada por evitar que la brisa mediterránea me vuelva lela. Siguiendo el ritual de sentarme a desayunar frente al mar, en un puerto vacío de turistas, abrí al azar una de las páginas del ejemplar, pues me gusta seguir creyendo en los flechazos, y leí: «Los rituales dan estabilidad a la vida y son en el tiempo lo que una vivienda en el espacio».
También yo creo que los rituales ordenan nuestro tiempo, nos ayudan como un ángel de la guarda; y por eso, cuando hace un par de días vi a los niños subiendo al autobús escolar, sentí alivio. Por fin van a tener un horario, un aula, una profesora que los acompañe en su aventura. Trabajar sin socializar, viendo a tus compañeros en una pantalla, no abrazar a tus hijos, que te susurren palabras de amor con mascarilla o morir agarrando un guante de látex es bastante más peligroso de lo que parece.
Muerdo la tostada con jamón y escucho el crujido que hace el pan, mientras el murmullo de la brisa me levanta el sombrero. No sé el tiempo que estaremos detenidos en esta estación inesperada que impone la supervivencia, pero la nueva normalidad está arrasando con los rituales protectores, dejándonos a solas, conectados, digitales pero a solas. La sociedad de la supervivencia practica la distancia social, y como si estuviera amenazada ya no puede tener rituales. Dicen que a los ingleses que vivieron la segunda guerra mundial les salvó la hora del té. Al otro lado del mar, me apremian para rendirme, recordándome el riesgo, la edad y las contraseñas. Vale. No tengo opciones, pero que se sepa que lo mismo que se va, se viene, con o sin mascarilla.
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