Preferiría que el dinero de mis impuestos no se gastara en programas televisivos para competir con la oferta privada y lanzar mensajes alineados con las prioridades gubernamentales, una manipulación de la televisión pública disimulada tras frivolidades como el lamento de una famosa actriz por sus ... problemas para comprar casa, puro cinismo cultural que se suma al muy contaminado debate ideológico sobre pobreza y vivienda en España.
Quizás usted sí sea consciente de lo que supone adquirir un hogar; pues sepa también que, si ha logrado tener dos tras décadas de esfuerzo y trabajo duro, ha madrugado cada día para poder ahorrar a costa de privarse de caprichos, se ha convertido sin quererlo en la víctima propiciatoria del discurso populista contra los propietarios, señalados como culpables de que los alquileres estén por las nubes, demonizados por su afán de ver los frutos de la inversión de su vida. Las malas leyes nacionales y las pésimas prácticas del Ayuntamiento de Barcelona están contagiando a otras administraciones, con los consiguientes desincentivos al alquiler y el inflado de los precios.
No empatizar con los dueños es fácil si se vive del cuento o se toma café en el Congreso de los diputados, -lo mismo da las Cortes de Castilla y León, donde te pagan hasta el seguro del coche-. Las triviales declaraciones de algunos representantes públicos sobre este asunto enervan la inteligencia. A mi juicio, el problema de la vivienda en España es resultado de las torpes y malintencionadas injerencias políticas en el mercado y la falta de planificación de los gobernantes. Tan fácil es hacer demagogia con este asunto que nadie parece querer expresarse con sinceridad: salvo riqueza familiar (los menos), la propiedad inmobiliaria se adquiere a costa de renuncias a otros gastos. La mayoría (clase media) hemos tenido que hacer hucha para la hipoteca.
Toda una generación joven se queja de las dificultades de comprar una casa, pero nadie les cuenta los tipos de interés que tuvieron que asumir sus abuelos y padres, ni los sacrificios que el pago de la entrada comportaba, ni las horas extras que hubo que laborar para lograr un sobresueldo. Tampoco se habla casi del bloqueo de la obra nueva tras la crisis del ladrillo, ni de la desaparición de las viviendas públicas por el desencanto con sus resultados. Algunos afortunados lograban ventajas sobresalientes, mientras otros ciudadanos de sueldos modestos quedaban fuera de las ayudas.
Las políticas sociales no son una mala idea, pero deberían evitar la injusticia de obviar a quien contribuye fiscalmente y está en el borde de los umbrales de renta para ser subvencionado. ¿Quién es pobre en nuestro país? Millones de personas que ganan sueldos muy bajos por la falta de productividad de nuestra economía. La pobreza en España está creciendo a pesar de las jactancias ministeriales sobre los ODS, que no han conseguido rebajar las cifras de niños en riesgo de exclusión, ni han controlado el indicador más alarmante, la pobreza extrema. Y es que el maquillaje de los datos de empleo y la conversión de trabajadores precarios en fijos de mentira engaña a la estadística, pero no transforma la realidad.
Si el número de horas de trabajo en España no aumenta, si los jóvenes no tienen oportunidad de demostrar sus capacidades, si nadie les permite ganar más dinero para ahorrar, y se les dice que lo bueno es trabajar menos, llegaremos al peor de los escenarios. Los impuestos dilapidados y las regulaciones sesgadas mermarán el patrimonio de los propietarios, las generaciones anteriores que trabajaron más para pagar sus cuotas hipotecarias serán defraudadas y, además, tendrán que seguir ayudando a hijos subempleados. Tomar un sueldo o una casa y dividirlos en dos es –en román paladino– hacer un pan como unas hostias.
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