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Me muestra mi hijo menor una foto colgada en las redes en la que aparece un castaño añoso de la Sierra de Francia y, a su alrededor, agarrados de la mano, como si jugaran al corro se ve a un grupo de amigos y amigas ... bailando en feliz festejo. Me quedo perplejo y maravillado. La foto recuerda a 'La danza' de Matisse. Está claro que a quien festejan los amigos de la foto es al castaño imponente. Luego mi hijo me dice que a los árboles de tal porte habría que nombrarlos reyes de España. En Japón llaman tesoros a los maestros artesanos. Nunca pensé que mi hijo pudiera salirme con inclinaciones monárquicas, pero si siguiéramos su consejo tendríamos un centón de reyes y de reinas dispersos por los vastos territorios de nuestra geografía. Una constelación de dinastías arbóreas que incluiría castaños, encinas, olmos, robles, alisos, pinos, álamos, pinsapos, abetos, fresnos, alcornoques, secuoyas, sabinas…
Si la cultura de un pueblo se mide por la extensión de sus bosques, como dijera el poeta Auden, el refinamiento cultural podría medirse por la veneración que despiertan los ejemplares singulares que sobreviven al paso de los siglos.Los árboles añosos nos acogen bajo sus copas como los amigos viejos que infunden confianza plena, como si debajo de sus copas solo cupieran propósitos nobles. No imagino una conspiración tramada bajo la copa de un árbol viejo. Por suerte los árboles, además de sombra, cobijo, leña, madera, a veces frutos, constituyen una fuente de vida a su alrededor ya que conforman bosques y ofrecen refugio a miles y miles de animales. Además son una fuente de conocimiento. De ahí que los protagonistas de los cuentos populares, cuando salen de casa casi siempre se vean obligados a atravesar un bosque como muestra de su madurez. Recuerdo que el poeta salmantino Juan A. González Iglesias contó en una tertulia que costeó la plantación de una palmera en el jardín de su comunidad para convocar bajo su copa las reuniones de los propietarios ya que, según los clásicos latinos, bajo la sombra de una palmera solo se pueden concebir propósitos nobles.
Hace unos días vi una extraña encina que paría piedras. Crece al lado de un camino que conduce a La Alameda, una aldea ahora abandona de Orejana, cerca de Pedraza. Allí las encinas y los enebros se entremezclan y, poco a poco, van ensanchando su reino en las soledades de aquellas aldeas remotas. Vimos ejemplares maravillosos, pero acaso ninguno que mereciera título regio a no ser que demos por devaluadas las dinastías. Porque dentro del reino arbóreo, uno imagina que solo los ejemplares excepcionales alcanzan la categoría digna de tal nombre.
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