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Hay gestos que resumen una época. La mano de Donald Trump, apuntando amenazadoramente a la cara del presidente de Ucrania, simboliza un nuevo tiempo ... político, el del autoritarismo, que no reconoce ciudadanos sino súbditos; no países aliados, sino colonias sometidas.
Aunque el cambio venía incubándose desde antiguo, el gesto de Trump, radiado a plena luz, ha conmocionado a Europa, que de pronto se ha visto obligada a despertar. Durante siglos pensó que Occidente era una prolongación de Europa y ahora descubre que es un territorio enfrentado.
Llegan voces de políticos diciendo «algo hay que hacer», pero sin saber qué pues no basta decir que Trump no nos representa. Cometeríamos un error imperdonable si pensáramos que ese dirigente, prepotente y primario, defiende estilos, valores o intereses ajenos a los de la cultura del Viejo Continente. Todo da a entender, por el contrario, que Trump nos ha entendido, sólo que es más consecuente.
Si Europa quiere encontrar su camino tiene que revisar sus valores armándose de un potente sentido autocrítico. Analizando las consecuencias de la II Guerra Mundial decía el filósofo alemán, Theodor Adorno, que «la pervivencia del nacionalsocialismo en la democracia es potencialmente más peligroso que la presencia de tendencias fascistas contra la democracia», es decir, consideraba más peligroso para la democracia actitudes autoritarias, xenófobas o antisemitas, entre los demócratas, que la existencia de partidos de extrema derecha. Algo de esto debía de tener in mente el Papa Francisco cuando hace unos años regaló a Pedro Sánchez un libro titulado Síndrome 1933, escrito por un autor, Sigmund Ginzberg, judío y comunista. La tesis del libro es que Hitler, un cabo de medio pelo, pudo convertirse en Führer del Tercer Reich, porque se encontró con el trabajo hecho. Desprestigiando el Parlamento, envileciendo el lenguaje político, desacreditando el sistema electoral, degradando la profesión periodística, los demócratas había abonado la tierra para la cosecha hitleriana.
Es verdad que la situación es muy distinta. Ni Trump es Hitler, ni nuestro tiempo es aquél. Pero lo que Trump representa puede que se lo hayamos enseñado entre todos.
Para empezar, la emigración, que Trump ha elevado a categoría de chivo expiatorio. Coincidimos en lo esencial, a saber, que el territorio es de los nacionales. Ellos sí pueden ser ciudadanos, es decir, pueden disfrutar de los derechos cívicos. El de fuera no sólo es un extraño sino un ser carente de la dignidad de sujeto humano por eso se puede hacer con él lo que se quiera: mandarle a Guantánamo, como hace USA, o a Turquía, como hace la UE, o a Albania, como hace Italia. Es verdad que Trump la añade un punto de enervación al considerarles causa de la inseguridad ciudadana, del empobrecimiento de la población autóctona o una amenaza a la pureza identitaria, algo que en Europa es propio de la extrema derecha, pero unos y otro consideran que la emigración es la principal amenaza a la seguridad y prosperidad nacional.
Otro tanto cabe decir de la relación entre guerra y negocio, algo en lo que se han puesto de acuerdo Putin y Trump, pero que viene de Europa. Nos indigna ver con qué soltura acuerdan los dos sátrapas dividirse Ucrania: para ti las provincias del Dombás y para mi las riquezas de las tierras raras que por algo nos hemos hecho la guerra. La guerra es un negocio, como bien sabe la industria armamentística, y, además, se recurre a la guerra, con todo derecho, para salvar los negocios, como enseñaba Francisco de Vitoria, un preclaro teólogo de la Escuela de Salamanca.
Podríamos hablar también de cómo ha sido Europa la que ha defendido desde la filosofía y la teología el derecho del pueblo más fuerte a erigirse en 'pueblo elegido', legitimado, pues, para imponer su voluntad a los demás.
Pero no podemos pasar por alto el punto más inquietante del gobierno Trump y es el que representa la singular figura del asesor Edon Musk, el magnate informático con mando en plaza. Este verso suelto defiende, por un lado, el papel dirigente de la Inteligencia Artificial y, por otro, una especie de anarcocapitalismo, es decir, una desestructuración total del Estado para dejar vía libre a la lógica imparable del dinero. Esta alianza de la máquina y del dinero que debe sustituir al papel humanitario de la política se apoya en una filosofía, de la que oiremos hablar, que se autodefine como «ilustración oscura» que se opone a los valores que defendió la ilustración europea de El Siglo de las Luces. Pero esta deriva de las luces a las sombras se la hemos servido los europeos en bandeja con el mito del progreso. Nos hemos creído que creciendo y activando en cada momento todas nuestras potencialidades –sin preguntarnos si todo lo que se puede, se debe hacer– haríamos del mundo un paraíso. La ideología del progreso no la ha inventado Musk en la bajera de su casa sino que se la ha servido en bandeja la culta Europa. Lo que él hace, al transformar el valor en precio, era una posibilidad que no hemos sabido atajar a tiempo.
Es la hora del rearme pero no solo militar. Europa, pese a sus errores, tiene en su arsenal cultural razones para tratar humanitariamente la emigración, racionalmente el progreso y moralmente la guerra.
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