La librería de la casa materna. Tan cálida. Dios resucitó al tercer día y yo volvía al nivel del mar, donde cuentan los papeles que nací. La librería seguía estando donde debía, y fue todo un turbión de felicidad volver a eso que llaman hogar. ... Más ahora, que es tiempo de todas las incertidumbres posibles. La biblioteca familiar es, quizá, una metáfora, una sublimación del tiempo perdido y una vuelta al útero. Al menos al útero lector. En la terraza de casa de mamá se ha incrustado el polvo del Sahara, casi que como si fuera polvo de maquillaje. No se va, y los vecinos se han cansado ya de máquinas de agua a presión. También en el Sur se ha aprendido eso de la resignación cuando no hay más salida, y el polvo del desierto sigue ahí, en los jardines que tanto amara Jorge Guillén. Una calidez, pues, me ha recorrido en estos días santos las barbas cansadas.

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Los viejos amigos, con los que he retornado a las suaves noches malagueñas, al barroco florido de la Pasión por ahí abajo, que es una forma de fe que es más que eso; es la miseria que ofrenda a los dioses el oro, la plata, cuando la luna llena, la primera de primavera. Se trata de explicar la fe, y en este mismo terruño que es España hay maneras diversas: incluso dentro de un mismo pueblo.

Aquí hay otro pinar, pero los pinos tienen el salitre incrustado, la humedad: lo que los viejos pescadores que veía Manolo Alcántara y que no sabían nadar llaman el marismo. Se hace raro y tierno volver a donde uno nació, como en el famoso tango que cantó Gardel. Es febril la mirada, claro, cuando miro a la vieja biblioteca a la que tanto debo.

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