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La sección de efemérides nos recuerda que el 13 de noviembre de 1985 entró en erupción el volcán Nevado del Ruiz, en Colombia, que fundió miles de toneladas del glaciar de la montaña y provocó a su vez una avalancha colosal de lodo y escombros ... que acabó con la vida de más de 20.000 personas. La tragedia del Nevado del Ruiz tuvo un protagonista involuntario: la niña de 13 años Omaira Sánchez, atrapada entre los restos de su casa –desplazados muchos metros por la avalancha de barro– donde resistió casi tres días mientras las cámaras de televisión y los fotógrafos de prensa grabaron, impotentes, sus esfuerzos por sobrevivir.
Omaira Sánchez conmovió al mundo porque en aquella trampa que se convertiría en su tumba, demostró una excepcional generosidad, valentía y entereza. En vez de derrumbarse con debilidad infantil, guardaba fuerzas para animar a otras personas. «Váyanse a descansar y después me sacan a mí», llegó a decirles a los voluntarios y socorristas que buscaban a supervivientes de la tragedia.
Creo que pocos testimonios resultan más enternecedores y dolorosos que los de Omaira Sánchez amarrada al palo que colocaron sobre el charco para que pudiera sostenerse y respirar. «Yo vivo porque tengo que vivir; apenas tengo 13 años», razonaba ante los periodistas. Cuentan algunos testigos que a ratos rezaba y –quizás ya con la cabeza perdida por el agotamiento– comentó que se le iba a hacer tarde… para ir al colegio. Temple frente a la adversidad. La fuerza de la esperanza.
«¿Puedo decir unas palabras», interrogó al cámara de TVE Evaristo Cañete. Y comenzó a hablar cuando el agua le llegaba a los labios, medio hundida, como un náufrago que lanza la botella al mar con su último mensaje: «Mamá, si me escuchas, yo creo que sí, reza para que yo pueda caminar y esta gente me ayude. Mami, te quiere mucho; Papi, hermanos, yo. Adiós, madre». Ojos enrojecidos y una mirada triste, sin sombra de odio.
Yo creo que la imagen de Omaira Sánchez es la de la entereza, la de una niña atrapada en un charco letal mientras los socorristas le hablan y se quedan con ella por la noche, intentando mover, incluso con un pequeño helicóptero, las piezas de construcción que le aprisionaban, o extrayendo desesperadamente el agua que seguía acumulándose.
Los esfuerzos al final, infructuosos. Omaira Sánchez murió tras una agonía de casi 72 horas, el 16 de noviembre de 1985. Más de tres décadas después el lugar se ha convertido en centro de veneración, repleto de placas de devotos que le agradecen favores recibidos y reclaman que sea declarada santa. Su trágica muerte convirtió a Omaira en símbolo de entereza y de resignación. ¡Ah, la resignación! En el resto del mundo, sin embargo, causó asombro la fatalidad de la naturaleza, pero también la falta de medios técnicos y humanos para salvarla. Quizás por eso, en este noviembre poselectoral, más que en la resignación que simboliza Omaira, pienso en aquella resignación contra la que nos previene Octavio Paz: «Ningún pueblo cree en su Gobierno. A lo sumo, los pueblos están resignados». ¿Será verdad?
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