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El pasado 20 de mayo, en pleno fragor de la pandemia, Antonio Brufau y Josu Jon Imaz, presidente y consejero delegado de Repsol respectivamente, publicaron en la prensa española un artículo muy oportuno que se titulaba 'Ideas para reindustrializar España'. Estábamos todos enfrascados en ... salvar la vida y la de nuestros allegados y aquellos dos empresarios ya teorizaban sobre los insondables caminos del futuro económico de España. Un futuro golpeado por la mayor contrariedad natural que ha sufrido este país en su periodo histórico.
Pasados unos meses, el artículo resulta tener todo el sentido. Antes de la gran crisis financiera que ya nos golpeó en este siglo entre 2008 y 2014, los potentes vientos neoliberales eran totalmente contrarios al concepto mismo de 'industrialización', que incluye evidentemente un sesgo intervencionista, dirigista, en la política económica. Algún ministro español había dicho aquella tontería de que «la mejor política industrial es la que no existe», y se creía en el fondo que el gran signo de modernidad era la sustitución de los sectores primario y secundario por el terciario, por el sector servicios. En 1996, el peso del PIB industrial era del 20% en España y del 21% en la UE, y actualmente tales valores se han reducido al 16% y al 19% respectivamente. Y no se ha cumplido la propuesta comunitaria de alcanzar el 20% del PIB en 2020, sin que Bruselas haya lanzado por ello señal de alarma alguna.
La crisis financiera nos resultó sin embargo muy instructiva, y el trabajo mencionado resume varias ventajas de los países industrializados frente a aquellos en que predomina el sector servicios: los salarios son más elevados y de mejor calidad (en España son entre el 20 %y el 25% superiores a los del sector servicios, el 81% de los empleos son indefinidos y el 95% a jornada completa); la industria es un motor de investigación, innovación y tecnología, por lo que su expansión promueve un modelo productivo de mayor valor añadido (en España la industria invierte actualmente el 2,1% del valor añadido bruto en I+D+i, en tanto los servicios sólo el 0,5%, cuatro veces menos); la propia crisis provocada por la pandemia -destacan los autores- ha puesto de manifiesto la necesidad de contar con cadenas de suministro industrial básicas para hacer frente a la crisis sanitaria imprevista que ha irrumpido de repente en nuestro país, aunque hay que reconocer que nuestra escasa suficiencia industrial nos ha evitado otras carencias (como una crisis alimentaria) que también hubieran sido dramáticas.
Lo cierto es, en resumen, que países avanzados que mantienen el sector industrial por encima del 20% del PIB -Corea del Sur, Alemania, Finlandia y Noruega- han soportado mucho mejor la crisis de la covid-19 y han demostrado más resistencia y más resiliencia frente a embates y contrariedades de esas o de otras características.
El problema consiste en cómo fomentar políticas industriales en una economía de mercado en que el Estado no actúa como empresario, ni parece que deba dar ese paso atrás más que excepcionalmente, para resolver fracturas o salvar baches circunstanciales (Bankia, por ejemplo). También los autores enuncian un catálogo de medidas: análisis de políticas públicas, formación de especialistas, valoración social del empresario, política fiscal, gasto en I+D+i, coste energético (ha de lograrse que el precio de la energía no comprometa la competitividad), políticas medioambientales, generación de un entorno laboral propicio, apuesta por el talento, etc.
Es evidente que los dos primeros elementos de este listado son los verdaderamente sustanciales. Las políticas públicas que incidan en el tejido productivo deben orientarse hacia el desarrollo industrial. Y la educación, entendida en su globalidad, ha de enfocarse a responder a una demanda que puede ser inducida, mediante la disponibilidad de mano de obra con la debida expertise -pericia-, a casar el tejido industrial con la universidad, proporcionando a los cuadros aptitudes y a los proyectos industriales el necesario apoyo en términos de investigación. La formación es el motor del aparato productivo, y hay que preservarla de todos sus enemigos. Incluido en este momento el coronavirus, que no ha de impedir que la generaciones emergentes se sigan formando al precio que sea. Por eso quienes ponen en duda la vuelta a la escolarización presencial, cueste lo que cueste, viven en otra realidad.
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