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La semana pasada murió la tía Pilar Borreguero. Una reina menos. La quedaba tres años para los cien. Con frecuencia vivimos rodeados de héroes y heroínas sin que nos percatemos de su condición. La tía Pilar era la tía inglesa de mi mujer porque ... con veintitantos, el embajador holandés para el que trabajaba en Madrid, se la llevó a Londres donde lo trasladaron. Constante y tenaz, contaba con buena mano para la cocina. Había salido con trece o catorce años del pueblo para trabajar de criada. Trece o catorce años. Lo de Londres fue una suerte porque, en aquella época, después de la guerra, el manejo del inglés equivalía casi a media carrera. Una vez asentada en Londres, la tía Pilar tiró de las dos hermanas más pequeñas, como hiciera luego con sucesivas generaciones de sobrinos y hasta de paisanos a los que prestó el primer apoyo, tan decisivo. Para todos fue primordial.
Se casó en Londres con el tío Body Kolkowska, un bielorruso de marcados rasgos eslavos que había llegado a Inglaterra atravesando a pie la Europa de posguerra, huyendo del horror de los suyos. Tuvieron dos hijos y se compraron una casa monumental con un escueto jardín delantero y un gran jardín trasero donde la tía cultivaba alguna verdura y grandes setos de flores. La casa, apañada por la mano diestra del tío Body, dio cobijo en las plantas de arriba a huéspedes independientes que fueron una segura fuente de ingresos. Una vida dura llena de sacrificios y renuncias. Al final, la tía Pilar se hizo casa en su pueblo donde llegaba puntual cada verano con un cargamento de maletas y golosinas típicamente londinenses. La hija se dedicó a editar libros para la enseñanza del castellano y el hijo a sacar las notas ocultas de violines extravagantes en circuitos alternativos.
Pasó los dos últimos años, pegada a un andador, en una residencia de ancianos con vistas la sierra de Guadarrama que veía desde su pueblo cuando era niña. Allí, entre sus compañeros, leía novelas, ahora en castellano, ahora en inglés, lo que acentuaba su aire regio, que no en balde, los sobrinos la tomaban el pelo recordándola cómo se parecía a Isabel II de Inglaterra. No solo por la blancura de su cabello, también por su apostura majestuosa. A veces, incluso, la rogaban que contara su experiencia trabajando como doble de la reina inglesa. Su castellano tenía a ratos un sabor arcaizante porque no estaba contaminada por los medios de comunicación y pervivía en ciertas palabras el fulgor de la infancia. Por ello a veces se despachaba con perlas reveladoras extraídas de un mundo naufragado. Reina, sí, reina porque la tía Pilar había levantado un pequeño reino de afectos a su alrededor. Descanse en paz.
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