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Fue hace unos pocos años. Empezaba el otoño y salimos a la terraza de casa desde la que se ve, allá abajo, correr al impredecible e indómito Cega. El río de aguas limpias que casi se seca en verano y, que en momentos como el ... que vivimos ahora, amenaza con desbordarse. Entonces, observamos que un animal suelto pasaba por la otra orilla, justo en frente de nosotros, recorriendo una senda invisible y nada habitual entre los juncos más cercanos a la corriente. Reparamos, primero, en su apariencia salvaje: ni collar, ni correas, ni amos que lo acompañaran en su libre paseo. Luego, intentamos identificarlo: –¡Mira, un zorro! Pero pronto pudimos distinguir que el color de su pelaje, más que rojizo, parecía de un pardo grisáceo; y que la cola, lejos de ser la propia de un raposo –larga y festoneada–, como los que habíamos avistado ya en esa misma zona tantas veces, evocaba más la de un perro. Pero, obviamente, no se trataba de ningún perro de raza conocida. Sus andares, además, idénticos a los de otros de su especie que conocíamos por verlos en cautividad, resultaban tan característicos como reveladores: era un lobo.
Y nos costó creerlo. Me acuerdo de que, dado el estupor familiar al respecto, hicimos nuestras correspondientes búsquedas en Internet y descubrimos que, en efecto, había constancia de la existencia de varias manadas en la provincia de Valladolid; especialmente, en su zona sur. Rememoramos cómo un paraje que se encuentra río arriba de donde está nuestra casa se llamaba desde tiempos antiguos 'vado-lobo', lo que probablemente no fuera una coincidencia. Durante mucho tiempo, se pensó que solo los humanos eran capaces de aprender de la experiencia de sus ancestros y transmitir conocimientos de utilidad a sus descendientes. Y, sin embargo, una amplia cantidad de animales se las arreglan para comunicarse por generaciones –mediante imitación– cosas básicas para la sobrevivencia, como dónde hallar y conseguir comida, por dónde ir a buscarla, o qué parte de un río es la más adecuada para cruzarlo. ¿Cuántas manadas de lobos no habrán atravesado por el mismo sitio durante años y –seguramente– siglos las aguas por lo general mansas, pero en ocasiones procelosas del viejo Cega? La semana pasada, los medios de comunicación locales y de la región se hicieron eco de las andanzas inesperadas de un zorro por el barrio vallisoletano de la Rondilla y un lobo junto al lugar llamado Sotoverde, dentro del término de Arroyo de la Encomienda.
Tales noticias coincidían con el anuncio de la inminente publicación en el BOE de una orden ministerial que concede un nuevo estatus de protección a este último animal y prohibirá absolutamente su caza, al ser Incluido en el Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial. Y, acto seguido, no se hizo mucho esperar la polémica entre las asociaciones de ganaderos y las de ecologistas. En medio, las administraciones autonómicas, en cuyo marco de competencias queda la aplicación de la reciente normativa y el control de las poblaciones de lobos. Ya no podrían recurrir al recurso de permitir cada cierto tiempo batidas contra estos cánidos en determinadas zonas, sino que habrán de articular otras estrategias demográficas menos drásticas, a la vez que promover y agilizar las debidas compensaciones a los propietarios por los estragos que las manadas lobunas originen en los ganados objeto de sus ataques.
Lo que parece obvio es que la actividad humana y la oscilación en el número de individuos de las especies salvajes están siempre estrechamente relacionadas. Su aparición en lugares inusuales funciona a modo de epifanía o metáfora de otras realidades en ocasiones paradójicas: desde el abandono de áreas habitualmente ocupadas por el hombre al acostumbramiento a su presencia, pasando por la escasez de presas o alteración de los usuales territorios de caza. De la correspondencia entre estos fenómenos y la transformación o desequilibrios que se estaban produciendo en nuestras sociedades con el advenimiento de la globalización ya me ocupé en un libro publicado en 2003, que trataba de ello, y no por casualidad se titulaba El regreso de los lobos.
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