Desde que supe que el Sacyl había llamado por teléfono a una señora de mi edad para que fuera a vacunarse porque habían sobrado algunas dosis duermo con el móvil encendido por si suena en la próxima rebusca que, según el Diccionario, «es la ... acción de recoger el fruto que queda en los campos después de la cosecha». O sea, lo que sobra. Por si fuera poco, tengo amigos que ya han sido vacunados sin ser obispos, concejales o infantas de España, lo que me provoca una envidia corrosiva y blasfema.

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Ni que decir tiene que cuando escucho a personajes tipo Miguel Bosé o Victoria Abril renegar de la vacuna, me gustaría decirles que tienen razón, que hacen bien en salirse de la cola y dejar sitio a los demás.

Como quiero formar parte del rebaño de vacunados sigo con avidez las informaciones sobre la llegada de inyectables, de dónde vienen, a qué temperatura se transportan y, lo que de verdad interesa, cuándo me van a llamar.

Son tantas las ganas que tengo de pasar página que hasta duermo con los zapatos puestos y niqui de manga corta para no hacerle perder un minuto al sanitario que me tenga que pinchar. Porque como decía hace poco una colega del New York Times (verán que me lo curro…) «el mundo está dividido en dos partes: los vacunados y los no vacunados». Y, francamente, me apetece mogollón estar entre los primeros antes de que sea demasiado tarde. Eso sí: prometo contarles la experiencia.

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