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Es bastante lógico que los sucesos de Brasil –con el lamentable asalto a las instituciones protagonizado por los seguidores de Bolsonaro, el perdedor de las elecciones– hayan sido leídos en España en clave interna. No puede sorprender cuando no ha pasado ni un mes desde ... que el Gobierno de Pedro Sánchez aprobara la derogación del delito de sedición.
Aquí lo de menos es si tiene razón el PP, cuando afirma que hechos como aquellos quedarían impunes hoy en España, o si la tiene el Gobierno, cuando proclama, tajante, que serían delito de rebelión. Y es lo de menos porque eso tendrían que determinarlo los jueces, y ya hemos visto que a los tribunales no les valen las apariencias, sino lo que se puede probar y encajar en el ordenamiento jurídico.
Y el verdadero problema es que en nuestro ordenamiento actual si hechos como aquellos se condenaran lo serían por un delito gravísimo, y si no, quedarían impunes. Esa dicotomía entre rebelión o nada no sólo repugna al sentido común, sino al más elemental sentido de la justicia (con y sin mayúscula) que se asienta en la matizada gradación de los hechos y sus penas.
Pero vivimos tiempos en los que escasea el aprecio por el matiz (las redes sociales evidencian gravísimos problemas de comprensión lectora, sin ir más lejos) y eso se va trasladando peligrosamente a las leyes. La eliminación de la diferencia entre abuso y agresión sexual transita también por ahí, así como la reforma del delito de malversación. Son embestidas al edificio institucional y a su crédito. Y no deberíamos dar por supuesto que sea tan fuerte como para poder soportarlo todo.
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