Independentistas, antisistema, anti vacunas, anti policía, anti políticos, anti medios de comunicación… el odio crea extraños compañeros de viaje. Y de algarada. El odio y la penuria. Las palabras del rapero Pablo Hasel han incendiado la convivencia. Y siguen contribuyendo a la ceremonia de la ... confusión. La misma sociedad que fue valiente para catalogar al odio como delito, ahora se pregunta si cabe darle al odio algo más de manga ancha en el código penal. Al menos en ciertos casos. Tolerar la intolerancia: un debate que se desenfoca. Porque lo relevante no es la letra menuda del código con respecto a delitos como injurias, calumnias o enaltecimiento del terrorismo. Lo relevante es lo fina que tiene todavía la piel el delito de odio. Y lo arbitraria que es su aplicación.

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Hace seis años, Hasel le preguntó en público a Pablo Iglesias que si se pudiera «cargar» a Juan Carlos de Borbón, a Amancio Ortega o a José María Aznar, a quién se cargaría de los tres. El hoy vicepresidente del Gobierno le respondió que a ninguno. Y añadió: «Desprecio profundamente a los que convierten la política en una cuestión de odio personal y convierten su excitación narcisista en algo que tenga que ver con la política». Ahora, sin embargo, parece que el apóstol de la democracia imperfecta encabeza la liga de los que quieren reformar el código para permitir que el rapero salga de la cárcel.

Una reforma, por cierto, que algunos sostienen que debe centrarse, sobre todo, en situar el arte, la expresión artística, en el punto de inflexión entre lo que se puede odiar y lo que no. De modo que reivindicar los tiros en la nuca, pedir bombas para periódicos y televisiones, pena de muerte para las infantas, que explote el coche de Patxi López o que alguien clave un piolet en la cabeza a José Bono podría ser, sobre un escenario, el fruto lícito del arte en libertad. Aunque seguiría siendo delito si se dice en un tuit. En realidad, la fórmula más efectiva para que tus derechos no colisionen con los derechos del otro es ésa: eliminar al otro.

También en esto el debate se desenfoca. Los actos de violencia en defensa del rapero no tienen nada que ver con el arte ni con la libertad de expresión. Las piedras, las barras de hierro y las hogueras son más bien el fruto de los límites en el recorte de otros derechos fundamentales, como el de reunión, el de libre circulación, el derecho al trabajo, a la igualdad o a una vivienda digna. Derechos que los ciudadanos nunca terminan de conseguir. Pero antes de que estalle esa olla, parece conveniente abrir espitas, para que el gas del odio y la violencia se libere.

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Tal vez el asunto de Hasel es otro. En aquella entrevista de 2014 lo decía el propio Pablo Iglesias: «Sus problemas no son políticos, son de psiquiátrico». Quizás nos estamos equivocando, una vez más, en el enfoque. Y además de por la curva de contagios deberíamos mirar algo más por la salud mental de nuestros conciudadanos. Por su preocupante adición al odio. A ver qué nos dice 'Perseverance', cuando regrese de Marte, sobre las posibilidades de vida en el planeta rojo. La Tierra se está poniendo muy grosera.

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