Añoro al charlatán que recitaba las ventajas para el hombre moderno contenidas en el artículo exclusivo, solo disponible para la venta a través de su persona en Valladolid, ante su escogida clientela, es decir, el corrillo voluble que lo rodeaba junto a la plaza de ... la Libertad durante aquellos años en que el rastro dominical de Cantarranas se desplazó a la de Portugalete para triplicar su concurrencia y su tamaño.
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El primer día en que me detuve un instante ante él, animado por una curiosidad burlona, acabé fascinado escuchándolo durante más de media hora. Si no tomé notas entonces fue por mocedad y por vergüenza mojigata. Aun así, su cadencia, su inspiración y su locuacidad permanecen impresas en mi memoria. Unos cuarenta minutos sin una sola pausa para tomar aliento, sin un solo trago de agua que restaurara su gaznate, sin un solo silencio de corchea que propiciara la fuga de los oyentes más escurridizos. Cada palabra salida de su boca era un lazo vaquero que nos mantenía cautivos sin apretar el nudo; cada sintagma nominal suspendido con un dedo índice hacia el cielo era capaz de restaurar nuestra curiosidad exhausta.
Así enumeró las cualidades inimitables de aquel peine portátil de acero inoxidable de apenas diez centímetros de largo que mostraba y ocultaba con la soltura de un prestidigitador. Entre ellas, destacaba la calidad del material: una aleación indeformable, inoxidable y quirúrgica, horneada por las industrias Thyssen con la receta legendaria que hiciera infranqueable el glacis de los Panzer; capaz no solo de domar y conducir el pelo rebelde del caballero que lo usara en situaciones de extrema urgencia y necesidad, sino de limpiarlo de toda polución. El cabello sometido a las atmósferas irrespirables que sufren las grandes ciudades quedaría como nuevo gracias a la proverbial capacidad de aquel peine de acero para atraer las partículas carbónicas invisibles con el campo magnético formado por la energía de su carga estática y que cualquiera podría activar con un sencillo frotamiento de las púas sobre la manga del abrigo antes de su uso.
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Gracias a aquel magnífico charlatán, todos los presentes entendimos que aquel minúsculo peine portátil de acero inoxidable era capaz de cambiar la vida de su propietario para siempre. Durante el breve trayecto de un ascensor marcaría la diferencia hasta propiciar una venta a domicilio; durante la crítica espera en la parada de taxis asentaría la impresión favorable de una primera cita; discretamente, en el vestíbulo de la dirección general, dos de sus pasadas reflejas en los laterales de la cabeza decidirían el veredicto de una entrevista de trabajo. ¿No nos vería acaso con otros ojos ese agente municipal dispuesto a multarnos por un estacionamiento inadecuado si a la corrección verbal de nuestras súplicas le añadiésemos un perfecto acicalado?
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Después de cuarenta minutos de oratoria grandilocuente el charlatán no lo dijo, pero quedaba implícito tras su argumentario que si no comprábamos aquel peine de bolsillo, pertrechado, además, con el regalo de una elegante y discreta funda de polipiel anillada sólidamente para colgar el conjunto del llavero, deberíamos asumir cuantos sinsabores nos reservara el destino. Yo no lo compré y creo que hice bien porque a mí el destino me tenía reservada una alopecia que acogí con agrado.
Hoy, he buscado peines de acero inoxidable por Internet y el Black Friday me ha ofrecido cientos, pero sin un solo argumento digno, ni una frase locuaz capaz de cambiarme la vida; todos ellos, con descuentos increíbles, eso sí, y entregas inmediatas hechas por repartidores que trabajan a destajo —sin respiros, ni pausas—, como los charlatanes que añoro, aunque pedaleen por ciudades sin humos que siguen siendo irrespirables.
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