Odiseo navegó en pateras de no más de quince metros, en cayucos de la Edad de Bronce calafateados con ingenio, provistos de mástil para el velamen y pertrechados con vigorosas hileras de remeros que, sin embargo, debían someterse impotentes a los caprichos de aquella caterva ... divina afincada en el Olimpo, aún hoy en activo y en perfecto estado de revista.
Al cabo de los años, puede asegurarse que ni Pablo de Tarso con todo su epistolario fue capaz de jubilar definitivamente a esas deidades olímpicas que continúan repartiendo por el mundo, y con fruición idéntica a la que entonces prodigaban, sus impulsos airados, sus despechos, sus pendencias, sus arrebatos de venganza.
Al pobre Ulises lo zarandearon de lo lindo durante veinte años entre idas a la guerra y venidas a la paz; también entre cautiverios, reposos, meditaciones, penurias y lamentos. A punto estuvo de ser devorado por gigantes antropófagos, embaucado por las sirenas, sometido por Circe, hundido por los peñascos de Polifemo. Pero hemos de reconocer que ni siquiera la flor del loto pudo borrar de su mente el deseo nítido e inapelable de regresar al punto exacto de su partida, aquel que una vez recuperado pone siempre fin a todas las historias.
Las olas que hoy amenazan los cayucos son las mismas que mordían el casco del navío de Odiseo. La furia de todas las tormentas con nombre propio que son anunciadas por la AEMET desarboló también las embarcaciones de su flota. Estos vientos inoportunos que levantan las cubiertas de los pabellones son aquellos que liberó la curiosidad imprudente de su tripulación al desatar el odre que los guardaba.
Hoy comparten pecio en el fondo marino las embarcaciones maltrechas de Odiseo y los cayucos del Magreb que no contaron con la indulgencia ni el amor de la suerte. Entre las grietas montañosas de las placas tectónicas y los prados asfixiados de posidonia reposan defraudadas las oraciones a todos los dioses, santos, genios y demonios que han sobrevolado nuestros mares.
Ulises, el mañero capaz de convertirse en don Nadie para seguir siendo alguien, continúa hoy su viaje interminable. Y cada don Nadie que busca asilo en nuestra tierra es Ulises. No hay semana que alguno de sus compañeros no sucumba engullido por la codicia de los hombres, exactamente igual que aquellos devorados por los lestrigones. Tampoco hay mes sin que la desgracia acompañe al cántico de las sirenas para que otros tantos se pierdan entre las rocas del occidente mundo. Muchos olvidan el motivo de su viaje, la razón de todas sus penas; como si hubieran comido entre lotófagos. Pero ninguno de aquellos que ha sido asistido por la fortuna y ha sorteado los arrebatos caprichosos de los dioses renuncia a encontrarse finalmente en el ínterin de su periplo con una amable Nausícaa que le dedique las mismas hermosas palabras escuchadas por Odiseo: «ya que has llegado a esta tierra, vestidos por nosotros tendrás y de nada serás defraudado.»
Me pregunto qué ha cambiado para que los náufragos de hoy hayan dejado de ser los héroes en nuestros versos. Supongo que hemos sido nosotros porque ellos son los mismos: tripulantes de vuelta a casa, dondequiera que esté; navegantes de paso que vienen a nuestra tierra sabedores de la temporalidad de los hogares; supervivientes irredentos, criaturas épicas obligadas a reducir de tamaño la inmensidad de mundo para que quepa en la memoria.
Jorge Guillén, que siempre se sintió forastero entre la dualidad de esos dos patios que conforman la vida, uno en sombra y otro en sol, uno atento al frío del mármol y otro al calor de la arena, aclaró su naturaleza: «Nací para flotar./ Los diáfanos espacios se iluminan./ Nunca se cansa el mar./ Feliz Ulises con tesón triunfante.»
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