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Alguna vez entré en el laberinto de las matemáticas por la engañosa puerta de los diagramas de Venn –bendito sea–. Gracias a la sencillez material ... y corpórea de su solución gráfica, quienes llegamos a ser niños perdidos en el templo de lo abstracto, de aquel espectro inmaterial propuesto por el álgebra, el cálculo y la aritmética, fuimos capaces de darnos algún que otro paseo apacible y sin sobresaltos por el jardín endemoniado y repleto de trampas, enigmas, problemas y conjeturas que es el universo matemático. Sé que no le hago justicia al calificarlo de tal modo y que son legión quienes tanto disfrutan correteando y brincando ágiles y felices por sus vericuetos como hozan a placer por sus recovecos, pero en los tiempos que corren eso de hacer justicia, o cuando menos procurarla y administrarla, no parece estar de moda, así que aplico la norma oportuna y adaptativa de Antonio de Guevara y tan solo hago cuanto veo allí donde me hallo.
Aquellos corralitos ingeniados por el bueno de Venn, circulares, palpables y visibles, dibujados en tiza en los encerados del mundo, aparentemente distintos e irreconciliables, nos muestran de inmediato la posibilidad de que alguno de los elementos arrebañados junto a otros semejantes que se contienen en el perímetro de cada conjunto puede, sin embargo, ser miembro igualmente de otros corralitos, con cuya grey acaso comparta alguna característica capaz de identificarlos a todos.
Gracias a aquellos círculos comprendimos que si bien todos los números pares son naturales, por ejemplo, no todos disfrutan de las propiedades que caracterizan a los que entre ellos son, a su vez, primos; y que en el conjunto infinito y prácticamente desconocido de todos los primos, de igual modo conviven en perfecta armonía tantos pares junto a otros tantos impares, sin que haya modo de comprobar —al menos hasta la fecha— si hay igual número de unos como de otros. Puede que esa sea la razón por la que pasados los años en mi obtusa cabeza haya sido incapaz de encontrar asiento la idea del 'conjunto universal', de ese infinito inabarcable que supone el compendio absoluto de los primos, dentro del conjunto de los números naturales que, sin embargo, sería capaz de encajar perfectamente, a pesar de su interminable envergadura, dentro del conjunto universal de los números enteros. Un infinito dentro de un infinito dentro de un infinito; es decir, la matemática al borde de la fe.
Ya adelanté que la de los conjuntos era una puerta engañosa. La franqueamos con alivio semejante al que nos asiste cuando entramos en unos grandes almacenes a las cinco de la tarde, en días como el de hoy, con la canícula furiosa y el asfalto viscoso. El refresco inmediato del aire acondicionado, el efecto sutil en la atmósfera perfumada con aromas de menta y eucalipto, el ronroneo musical y delicado de una de esas partituras eternas compuesta por Brian Eno para ser reproducida en bucle hasta que el sol agonice, se hinche y nos devore, etcétera. Ya dentro, no tenemos más que averiguar a qué conjunto pertenecemos. La teoría de conjuntos jugará con todos nosotros, churros y merinos. Nos encerrará en sus círculos de tiza: aquí, los forasteros; allí los lugareños. En el primer conjunto habrá dos subconjuntos: el de los forasteros turistas y el de los forasteros empleados; en el segundo, también. Y todos juntos seremos los primos pares y los primos impares, naturales e infinitos, encerrados en los diagramas de Venn mientras recibimos noticias de los toros que se fugan de los pueblos a campo abierto, como minotauros que huyen de su propio laberinto para correr libres y felices más allá de los círculos de tiza; para hozar a placer, como saben hacer los amantes de los números complejos.
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