
Cuando Elon Musk se arrancó la careta de visionario tecnológico con la que acostumbraba a mostrarse en público para desvelar al fin su auténtico rostro ... en el despacho oval, tan parecido e inquietante como el de un fantasma de la ópera bañado en cafeína, con gorra de béisbol y espasmos bailongos, ante el estupor de todo el patio de butacas, fueron miles los usuarios de su red social que decidieron abandonarla y migrar con su dosis diaria de egolatría terapéutica a otra red más cordial y comedida; una red social amable, despaciosa y deshabitada, como nuestra Castilla ancha entre semana, en la que pudieran pasearse plácidamente con las citas de Jalil Gibrán y la foto de un atardecer sin sufrir el acoso perturbador, mendaz y maleante de tanto 'bot' (un término que igualmente ha de servirnos con eficacia como aféresis de robot y como apócope de botarate). Todos ellos, lejos de las combustiones que se producen en 'X' con tanta consigna impregnada en gasolina.
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En aquel momento abrí una cuenta en la red alternativa, aunque he de reconocer que no la atiendo, ni la uso. Sin embargo, tampoco abandoné la del fantasma equilibrista de cucharas que activa y desactiva miles de empleos y millones de dólares destinados a erradicar los males del mundo como si manejara los paneles de configuración de un videojuego de simulación; alguno que bien pudiera titularse 'Mr. President Tycoon 2.0'. Y no me fui de su red, entre otras cosas, porque me pierde la curiosidad, o porque no deja de sorprenderme la capacidad humana para rebozarse en el dislate y pasar del lodo a la arena y de la arena al guano, o porque no quiero dar la espalda a tanto descerebrado, etcétera. Aunque también puede que no lo hiciera porque, en el fondo, no soy un progre fresco y terso. Con los años, puede que la progresía se me haya amojamado un tanto y algunas de mis convicciones, acaso radicales y atrevidas en el mundo de los quinquis arrabaleros y de las fotografías con colores deslucidos de los años ochenta, hoy despidan olor a habitación cerrada para la nariz de cualquier nativo del tercer milenio.
Lo cierto es que tras aquel abandono de muchos progres, en la red de Elon hubo aplausos y parabienes: «Que se vayan, mejor así», se decían en términos y expresiones que en este momento prefiero no transcribir. Y a pesar de los modales de gruta usados para celebrar aquella espantada, en el fondo tenían motivos más que razonables para el regocijo: el que se vaya, que cierre.
Si recuerdo todo esto es porque a mí me ha asaltado una emoción similar cuando he tenido noticia de que las Cortes de Castilla y León suspenderán definitivamente su participación institucional –ya de por sí ridícula– en la Fiesta de Villalar de los Comuneros que habrá de celebrarse el próximo mes, como ha ocurrido desde que la libertad campa por estas tierras.
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Culmina así la presidencia de Las Cortes una desbandada contra la fiesta autonómica oficial en la Comunidad que representa y que inició con el cambio de nombre de la Fundación Villalar para borrar inútilmente su referencia del ideario colectivo; se desmorona así lo construido tras aquel inteligente acercamiento institucional que propició Juan Vicente Herrera cuando decidió abrazar la celebración en la campa con el marchamo institucional de su gobierno y de las Cortes. Entonces, la izquierda, que siempre reprochó el desdén irracional y las ausencias del PP, no solo se vio obligada a aplaudir el gesto, sino a hacerle sitio para compartir protagonismo en una de sus jornadas reivindicativas. El puente de plata ya luce desplegado sobre el río Hornija. Si el presidente de las Cortes quiere abandonar Villalar, solo cabe desearle tanta paz como descanso deja.
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