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Ha afirmado el consejero de Cultura, Turismo y Deporte, Gonzalo Santonja, que el patrimonio sepultado bajo una capa de tierra arcillosa en Pintia tiene la misma entidad patrimonial que las iglesias y las catedrales ... . Si así fuera, en realidad, bajo el abrigo monumental prodigado por el interior de las trece joyas que se elevan en las ciudades más afortunadas de Castilla y León deberían permitirse lonjas de pescado, abasto de carnes, trasiego de frutas y verduras. Al menos, durante los días de diario. A ser posible, entre las diez de la mañana y las dos de la tarde para dedicar el tiempo vespertino de la jornada al turismo exquisito de interior y con reserva de todos los ocasos y festivos al culto de la fe.
Al fin y al cabo, algo similar se permite desde hace tres décadas (montante redondo de los años que el yacimiento de Pintia lleva declarado Bien de Interés Cultural por parte de la Junta de Castilla y León) sobre su terreno. Ese que también ha tildado Santonja, con acierto, de sagrado y que cubre los restos pacientes de la ciudad vaccea, romana y visigoda sepultada junto al Duero en el paraje de Las Quintanas.
Allí no solo se toleran las labores agrícolas, con la incertidumbre siempre al acecho debido a la profundidad de los arados, sino que se permite y asume la propiedad privada para su discrecional explotación, ajena al interés cultural, de un terreno comprometido con nuestra historia y nuestro patrimonio.
A pesar de la indignación mostrada por el consejero de Cultura y el gesto plausible de personarse en la causa abierta contra el autor de la última «fechoría», me maravilla el desdén crónico mostrado por la Junta con el yacimiento de un asentamiento urbano magnífico, rodeado por los restos de una muralla capaz de sugerir por sí sola en el fuero interno del más obtuso de los observadores la importancia histórica y la riqueza patrimonial del núcleo de población que allí mantuvo su desarrollo y pervivencia durante más o menos el milenio que condujo a sus habitantes, nuestros ancestros, desde la Edad del Bronce hasta la Alta Edad Media y que oculta entre capas superpuestas de sedimentos, ceniza y escombros, el dibujo de sus trazados urbanos y la huella de su organización social, su cimentación y el indicio de sus estructuras perdidas, los métodos fabriles y los fragmentos de su menaje y su cultura material. Un potosí de información veraz y palpable que son capaces de rescatar, inventariar, catalogar y contextualizar los arqueólogos e historiadores consagrados a la tarea para producir una dosis valiosa de conocimiento asequible.
Cada sencilla y sólida frase contenida en un libro de historia elaborado con rigor siempre reposa firme sobre la documentación destilada tras miles de horas de trabajo de campo, sobre el estudio autorizado y rubricado por cientos de investigadores que han concitado su experiencia y metodología durante décadas. Lo que la tierra de labor esconde en Pintia es un filón de conocimiento historiográfico.
Si el consejero de Cultura quiere equiparar la sacralidad patrimonial de Pintia con la de las iglesias y las catedrales, acaso deba evitar «fechorías» como la última expropiando el terreno del yacimiento. De momento, no deja de producir sonrojo el hecho de que es la primera vez que un consejero de Cultura de la Junta de Castilla y León visita el yacimiento y el Centro de Estudios Vacceos que lo investiga. Sonrojo de todos los anteriores, se entiende, desde los tiempos de Lucas. Todos ellos, miembros de gobiernos autonómicos afanados en proteger los viñedos de la Ribera y en desviar el trazado de la autovía del Duero y que jamás hallaron un hueco en sus agendas de piel y en los asientos de sus presupuestos para proteger el suelo sagrado de Pintia.
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