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Ya fuera por imposición social o por necesidad económica, aquella querida España que cantaba Cecilia fue una nación de pluriempleados. Desde los zócalos hasta las molduras de los pisos levantados en barriadas sin urbanizar, fue un país empapelado con las letras de cambio que habrían ... de pagarse por matrimonios recién estrenados y, sin embargo, ya cautivos de la compra a plazos. Acaso, arrastrados por una corriente indómita de mejora en el entorno social, contra la que era imposible rebelarse, que animaba a la adquisición periódica y progresiva de nuevos objetos y costumbres; o solo deslumbrados por el niquelado irresistible de aquellos bienes de consumo que aparecían como las amapolas en temporada, poco a poco y por arte de contagio, en un buen puñado de hogares aledaños: ahora una lavadora, ahora un televisor, ahora una nevera, ahora un coche.
Sea como fuere, el asalto a una sensación sucedánea de clase media (de la que aún queda algún rastro) pasaba entonces por el confinamiento de la mujer en el hogar, encomendada sin discusión alguna al mantenimiento del bienestar familiar, y también por el destino del hombre a cuantos trabajos y oficios fueran necesarios para llegar a fin de mes, aunque aquello le llevara el empleo de una jornada y media. Doce horas cada día para subsistir las otras doce, entre sueños reparadores y cenas restauradoras. En un país de vanagloria por las cuarenta horas semanales, las vacaciones remuneradas, la paga del 18 de julio y el descanso dominical; un país sin igualdad práctica de género, con una inflación desbocada y misérrimos emolumentos, era habitual que el trabajador insustituible de cada hogar no solo flirteara a diario con varios oficios en empresas distintas, sino que llegara a bailarse un tango con el sentido de los términos hasta que sus horas extraordinarias acabaran siendo tan ordinarias como todas las demás.
Hoy parece un disparate, excepciones aparte (que las hay), pero entonces estaba bien vista la adicción al trabajo. Tamaña profusión indicaba una determinación encomiable de entrega y liderazgo por el bienestar familiar a costa de la propia salud. Un arrebato virtuoso que podía ser reconocido a ambos lados del telón de acero. Estajanovista, para deleite del sindicalismo sostenido en andas por todas las izquierdas, y también honorable para el fervor y la admiración que despertaba en el entorno capitalista la noble y extrema dedicación nipona a la cadena laboral.
Aunque todo esto ya pasó. Ocurría de norte a sur en aquella España cantada por Cecilia, previo paso por la censura. Hoy, el culto al pluriempleo y a las jornadas de doce horas se entredice urbi et orbi. Ya no es aplaudido ni en los cuentos que ahora mismo tengan a bien contarse en Tokio. A nadie en su sano juicio se le ocurriría distribuir la fuerza del trabajo disponible en un hogar de semejante modo. Primero, porque hombres y mujeres se reparten la cartera de interior y de exterior de sus hogares; segundo, porque semejantes alardes de ocupación son innecesarios, a no ser que el síndrome del trabajador imprescindible anide en el ánimo de quien lo pretenda. Y puede que ningún entorno profesional aplauda arrebatos personalistas de ese jaez, salvo el de la política. En Valladolid, asoman dos afectados por su calentura. Óscar Puente y Mercedes Cantalapiedra compaginarán asiento en la Corporación municipal con escaño en el Congreso de los Diputados. Los dos, como si necesitaran trabajar doce horas al día para llegar a fin de mes; como si les sobrevolaran las letras del coche; como si nadie más en sus partidos pudiera asumir su exceso de cargo; como si fueran pluriempleados en aquella España «ciega» que cantó Cecilia.
Una vez cerrada la edición de esta columna, se despachó la inagotable repartidora de noticias que viene a ser de últimas la clase política para anunciar que Jesús Julio Carnero, el futuro alcalde de Valladolid si Vox quiere, también ha solicitado su inclusión en la candidatura del PP al Senado. Se une así a los dos ediles electos que aluden las líneas de esta pieza en el empeño imposible de replicar aquella bilocación tan celebrada que San Pedro Regalado se sacó del sayo. Añora uno los tiempos en que la tradición aconsejaba de buen grado no colocar todos los huevos en la misma cesta y no acaba de acostumbrarse a estos nuevos modos empeñados en hacernos creer que es posible poner un solo huevo en dos cestas a la vez.
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