Los líderes del siglo XXI ya han nacido y usted desconoce sus nombres, sus habilidades, sus inclinaciones, su sexo, su apariencia, su credo, su acento y su procedencia. Ni siquiera podría reconocerlos aunque los tuviera delante. Me refiero a esos líderes que habrán de dar ... el Do de pecho dentro de algunas décadas, en el meollo de la centuria, cuando se vean obligados a arreglar un mundo que hoy parece empeñado en infligirse todo el daño posible —¿por qué será que cuanto más se obsesiona un prócer iluminado en arreglar el mundo, más lo estropea?—.
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Líderes auténticos, decía, de los que reparan planetas rotos en silencio y recomponen estados fallidos con lo que encuentran en el trastero; no de esos que arrean puñetazos en la mesa con los nudillos de otro y fijan siempre ante las cámaras su mirada furiosa de hechicero; de esos que retuercen la ley como si fuera una bayeta y confunden, soliviantan, arengan, soflaman o vituperan porque en el fondo quieren ver cómo arde todo a su alrededor mientras pellizcan las cuerdas de una lira. No, de esos vamos servidos.
Pareciera que ambas camadas incompatibles de liderazgo se alternan a lo largo de la historia, como si entre las dos completaran en efecto la sístole y la diástole en el pulso de esta criatura marabunta que viene a ser la humanidad. Ante un mundo (más o menos y a duras penas) reparado tras su última catástrofe, se manifiesta siempre una caterva suicida que se empeñará en arruinarlo de nuevo hasta que la siguiente recoja los pedazos otra vez y se aplique resignada a una paciente y laboriosa reconstrucción.
Por eso me asiste la certeza de que, visto el panorama, los auténticos líderes del siglo XXI ya deberían mirar el mismo sol que nosotros con el cristalino de sus ojos limpios y envidiables, sin grumos, prejuicios ni culebrillas. Por cientos, por miles. Algunos —albergo la esperanza— en nuestro entorno privilegiado de país libre y acogedor. Los habrá que apenas trajinen, entre números y vocales, con cubos gigantescos de colores, aún sentados sobre una alfombra verde de gomaespuma; otros acaso ya andan por ahí dándole patadas a un balón y mordiscos apresurados a un bocadillo simultáneamente. Pero algunos pueden estar viviendo hoy uno de esos días para enmarcar porque juntan sus pies al borde del precipicio, en el lugar exacto donde se sueltan las aves por primera vez, a escasos centímetros de ese gran salto que es la EBAU en nuestra tierra; una prueba que compromete en pocas horas el fruto de todo un curso para rayar una perfección puntual, contable, artificial y acaso absurda, que clarifique sus destinos por centésimas, como si todos ellos dieran una vuelta en el circuito del Jarama para fijar el curso futuro de sus vidas. Todo un golpe de dados.
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Hemos conseguido que nuestros jóvenes calculen sudorosos ese porcentaje posicional que determinará su carrera mientras sueñan despiertos con las expectativas de un futuro apasionante; que aprendan a amordazar el trino de su vocación ante la incertidumbre de una nota pendiente de tres tildes mal puestas en un comentario de texto.
Nuestros líderes del mañana se enfrentan hoy a uno de esos estropicios venidos de antaño, un proceso de selectividad que decidió hace tiempo disfrazar su desigualdad con la apariencia intocable de la diversidad para acceder a unos estudios universitarios que a partir del Plan Bolonia decidieron, a su vez, disfrazar un utilitarista e interesado adiestramiento profesional con la apariencia prestigiosa de una educación superior. Ellos lo saben y lo aceptan porque no queda otra. Son los líderes del siglo XXI que habrán de urdir su madurez con estos mimbres. Buena suerte a todos ellos.
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