Alberto Mingueza
La Platería en llamas

El salto de la rana

«Hoy ya no se tiran piedras a los pájaros, pero la semilla inofensiva que los apedreaba antaño bajo el tedio, con el único propósito de molestarlos por su inocencia y su pequeñez, aún germina en las fronteras virtuales de nuestra aldea global»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 27 de septiembre 2023, 00:31

Siempre estuvo mal visto tirarle piedras a los pájaros, aunque muchos niños lo han hecho en alguna que otra ocasión, habitualmente en los pueblos. No porque estos sean más propensos (los niños de los pueblos son ahora niños de ciudad), sino porque en las ciudades ... ya no hay afueras, ni arrabales, como en los tiempos de Azcona. Ahora las ciudades cuentan con suburbios de adosados y pareados donde es prácticamente imposible liarse a pedradas contra la nada, ese sucedáneo bisoño de tierra sin ley que se presenta ante la última casa construida de los pueblos; ese lugar donde los implicados comienzan lanzando guijarros, pulidos como pastillas desgastadas de jabón, contra la superficie aquietada de un río para que algunos de ellos salten como ranas elegidas sobre el lago Tiberíades y que, después de lograrlo, terminan echándole el ojo a las criaturas canoras que trinan sobre las ramas de los árboles repartidos a lo largo de la orilla.

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Ya no hay costumbre, claro. En las ciudades alicatadas y amuebladas hasta el techo, estos tiradores ocasionales no disponen de la impunidad, ni de la intimidad, ni de las víctimas, ni de las piedras suficientes para llevar a cabo semejante faena, tal y como ha dispuesto siempre su atávica costumbre: al descuido, sin testigos —cómplices a lo sumo— y con la misma desidia impostada en los ademanes que de adultos habrán de manejar cuando decidan echar sus monedas por la rendija de una máquina tragaperras, es decir, como si igualmente les importara el resultado de multiplicarlas o de perderlas para siempre, porque así son los hombres según Kipling.

Por fortuna, quienes se abandonaban a tales maniobras para entretener su aburrimiento rara vez acertaban. Así que podría decirse que su falta de puntería los blanqueó de tal modo que siempre parecieron chiquillos entretenidos en un gesto pueril e inofensivo, incluso bajo circunstancias especialmente perversas, como podría considerarse la de hacer uso de un tirachinas para lanzar la piedra. Y sí, puede que en realidad, el gesto primitivo y hoy tan extemporáneo como deplorable de tirar piedras a los pájaros para incomodar su reposo o su comida, para obligarlos a batir alas y buscar sosiego en otra parte, sea inofensivo. Pero en cualquier caso nunca fue, es ni será inocente.

Porque estas pedradas infantiles y malhumoradas no son la huella de una necesidad paleolítica, ni emergen bajo el poso natural que ha podido dejar en las profundidades de nuestra amígdala aquel homínido cazador y recolector, pasado de vueltas por la amenaza constante de la hambruna y al que muchos aún hoy recurren para explicar sin más contemplaciones cualquier barbaridad. El acoso a la pajarería, en apariencia inofensivo, tampoco guarda relación con ese otro mundo cinegético que se relaciona dramáticamente con la vida y con la muerte. Es un acoso que solo puede hallar maridaje con la bilis maliciosa de quien se resiste a admitir el bienestar inalcanzable de los otros. Tirarle piedras a los pájaros desvela una ira fermentada, una envidia mal curada, un rencor purulento, una falta sobrecogedora de empatía.

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Hoy ya no se tiran piedras a los pájaros, pero la semilla inofensiva que los apedreaba antaño bajo el tedio, con el único propósito de molestarlos por su inocencia y su pequeñez, aún germina en las fronteras virtuales de nuestra aldea global, en esa red con arrabales, justo a las afueras de nuestra realidad alicatada, donde asoma un lugar sin ley que ofrece en abundancia cuanta impunidad, víctimas y munición podrían precisar nuestros chiquillos aburridos. Allí juegan ahora mismo todos ellos con sus móviles. Algunos empezarán buscando el salto perfecto de la rana y acabarán tirando piedras a criaturas indefensas.

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