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Una revista de viajes ha decidido publicar el listado con el nombre de la localidad más fea en cada una de las provincias españolas. Para hacerse con él sin comprometer toda la audacia y credibilidad que en principio demandaría semejante relación, la revista se ha ... lavado las manos en el turbio y socorrido pilón de la inteligencia artificial.
En lo que respecta a la provincia de Valladolid, las impertinencias solicitadas por la revista al oráculo binario han provocado que este se decante por otorgar la distinción al pueblo de Alaejos, precisamente ese que despunta en la llanura de las tierras de Medina con el marchamo mudéjar de sus espectaculares rascacielos enladrillados y protege al vecindario contra la inclemencia despiadada de las insolaciones, las cencelladas y los pedriscos bajo los sabios y añejos soportales de su ovillo urbano; un bien de interés cultural que habrá desdeñado la IA con el desparpajo y el donaire de quien tacha con una tiza valores neutralizados en las dos orillas de una ecuación.
Desconozco los criterios tendenciosos y mendaces que han condicionado el veredicto de la nube pensante, pero no me cabe duda de que el volumen de información que ha utilizado el algoritmo para cocinar su respuesta es insuficiente. No porque la respuesta haya resultado incorrecta (cualquiera de las posibles lo sería), sino porque la información recabada para la toma de toda decisión reposa siempre en una despensa de conocimientos imposible de llenar. Aunque la IA jamás lo reconozca, en alguno de sus rincones debiera dormitar el convencimiento de que solo sabe que no sabe nada y de que jamás habrá una sola inteligencia —artificial, natural o extraterrestre— que pueda ser llamada de tal modo si en lugar de emplear sus habilidades y recursos a formular preguntas realmente inteligentes dedica su existencia a responder todas las que se crucen en su camino o despilfarra su capacidad comparando las esquinas del mundo para inventariarlas en listas categorizadas de tontuna tan infinita como lo fueron la veneración y la lástima sentidas por Borges en el sótano de su propia imaginación al contemplar el Aleph.
La IA, al igual que todos nosotros, concibe el mundo con las limitaciones de su percepción. Nunca será capaz de ver lo que jamás le ha sido mostrado y nunca imaginará algo nuevo sin el apoyo de lo ya manifestado y compartido por otros. En ese sentido, la inteligencia artificial no es como la nuestra, sino la nuestra; una prótesis más de la que echar mano, como las lentes y los audífonos, como las escaleras para consultar los libros dispuestos en los anaqueles inaccesibles, como el lápiz que conserva frases sobre un papel para alivio de nuestra memoria. La IA minimiza la tarea y acelera los resultados; permite mayor velocidad en los cálculos y un inabarcable número de ensayos, permutaciones y combinaciones inmediatas que superan nuestra escala individual. Sin embargo, la nueva fiebre del hombre —tan pueril y venenosa como lo son, o han sido, la del oro, la de la propiedad, la cultural, la étnica, la religiosa y la política— parece obligarlo a atender y considerar las sentencias de la inteligencia artificial en toda circunstancia; que a pesar de conocer las raíces de su sesgo, admitimos sus ocurrencias, acaso narcotizados por la magia tecnológica, como sucede a diario con cada calumnia y cada chismorreo.
Ardo en deseos de que la IA propicie la molécula de un medicamento capaz de detener el alzheimer, o perfeccione los métodos de aprendizaje. Deseo de verdad que la IA se haga cargo de los trabajos cargantes, penosos, ingratos, extenuantes, rutinarios, proclives al error involuntario. A ver si encontramos al fin su lugar en el mundo y la libramos del parvulario.
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