A pesar del desdén con el que a menudo los despachan, al mundo de la política le encanta parapetarse detrás de los artistas y los intelectuales -no de cualquiera, claro, algunos artistas del atajo se pegan a la suela del zapato como chicles recién tirados ... al suelo-. Me refiero a personajes vivos y rayanos en el mito que cuenten con un parapeto acrisolado capaz de bañar con su aura luminiscente a cuantos políticos se les acerquen.
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Es cierto que muchos artistas e intelectuales han llegado a hacer campaña indisimulada por una opción política, como aquellos que llegaron a sobreponer con el dedo índice sobre su rostro la ceja picuda de Zapatero. Están en su derecho, como cualquier ciudadano. Aunque, por supuesto, lo hicieron voluntariamente y pasados los años acaso se vieron obligados a sufrir no pocas consecuencias derivadas e indeseadas. Pero otros, sin embargo, siguen su camino sin meterse con nadie hasta que un político descarado se les posa en la cabeza o, peor aún, tiene la desfachatez de colarse en su salón. Me viene a la memoria aquella fotografía que se tomó José María Aznar junto a un nonagenario y dócil Rafael Alberti en las semanas previas a la campaña electoral de 1996. Quien aún era jefe de la oposición en la última legislatura presidida por Felipe González posaba junto al poeta de la voz comprometida y superviviente de todos los desastres como quien lo hace junto a un monumento durante una visita guiada. Aquel día fue sencillo adivinar el nombre del único beneficiario por los réditos de aquella estampa.
Por el contrario, los hay que han podido contar con la independencia y la libertad suficientes para escapar a tiempo del papel de burladero en Las Ventas, como tuvo oportunidad de hacer Cuadrado Lomas cuando el Gobierno de la Junta pretendió hacerse junto a él la instantánea de las honras y los premios que a todos nos representan, pero de balde. Acaso no entendieron que si eran los Premios Castilla y León los que necesitaban un Cuadrado Lomas en su haber debían demostrarlo, al menos, con el respeto debido y usual que se le negaba. Aunque pocas son las ocasiones en que llega a cometerse un desatino semejante, porque la clase política suele comprender que con los nombres llegados a las enciclopedias a través de su obra, esos que huelen a consenso, a multitud y a unanimidad, el dispendio tiende a estar justificado y asumido por todos.
Sin embargo, no es el caso de la progresión absurda de decisiones y ocurrencias que está provocando este envite sin límite, como en las timbas trasnochadas, que crece y se envanece en torno al puente de Poniente. Si las cartas ocultas en la mano de Carnero desde hace un año ya olían a farol en campaña, ahora lo hacen a dislate y a mal fario. Quien empezara apostando con fichas pequeñas –dibujos y simulaciones inverosímiles– ha comenzado a apilar sobre el centro del tapete un montón de fichas gordas para subir su apuesta con nuestro dinero hasta encontrar cobijo detrás de la indiscutida calidad artística de un Jaume Plensa caído en este cuento, que ellos llaman relato, como un 'Deus ex machina'.
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Las palabras huecas de este relato necesitan camuflarse en la obra del escultor de la palabra. También en la de los poetas y autores agregados con una falta absoluta de criterio y de fundamento, lanzados también sobre el tapete de las apuestas como si fueran vulgares fichas de plástico, con el único afán de esconderse tras sus nombres.
Si no fuera porque el dinero a gastar es real y las consecuencias en el tráfico y en el entorno son inquietantes, toda esta escalada me recordaría al padrastro que se encontró la abuela de Gila en un pulgar y del que empezó a tirar hasta que se despellejó entera.
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