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Ese redoble machacón y recurrente que no se va de su cabeza, ese traqueteo punzante y venenoso que alarga el curso de sus horas, bien pudiera ser culpa del tamborileo matutino interpretado por las mochilas con ruedas que han comenzado a delatarse sobre los dibujos ... del embaldosado y que retoman su peregrinación estacional durante la decadencia del verano hasta el portón de todos los colegios.
Sin embargo, la percusión es a menudo tan intensa que probablemente haya sido capaz de retirarle con un solo par de empellones, como los de una espátula, aquella canción del verano que se prendió a lo tonto en la membrana externa de su desdichado hipocampo, puede que en una terraza, en una piscina, acaso en la cola de un lavacoches, o en uno de los oscuros pasillos de la Nostromo.
Si es su caso, compórtese, evite cualquier atisbo de queja y bendiga como es debido el soniquete atropellado de esas mochilas. Además de no ser tan pegadizo como aquel lacerante «mami, yo tu loco, tú mi loca» que durante el verano liquidó sin posibilidad de reparación el silencio de su esforzado «mindfullness», alberga en el interior de todas ellas una notable fortuna en libros de texto, aún inmaculados, más caros que las novedades editoriales encuadernadas en tapa dura y tasadas al peso por el marketing promocional.
Aunque también pudiera darse el caso de que ese redoble septembrino que martillea en el interior de su cabeza y que ha sido incapaz de conjurar el batallón efervescente de analgésicos que acaba de empujarse, solo se deba a un eco recurrente de la mascletá que tronó entre los cerros de Valladolid para ponerle tracas al fin de nuestra fiesta grande y que pudo haberse llamado petardada, sin más jeribeques ni flirteos con las denominaciones de origen. Al fin y al cabo, la pólvora es pólvora en todas partes y en todas ellas truena para deleite de los defensores del ruido y encono de los defensores del bienestar animal. Pero acaso entendió el Gobierno municipal que el respetable público no habría sido capaz de comprender la enjundia del acontecimiento que acompañaba a su intención y que, por lo visto, por lo oído y quizás también por lo resonante aún en sus tímpanos, valora con porcentajes de acierto proclives a la repetición.
El purismo castellano le ha puesto mohínes a la mascletá porque no es sino la copia de un trámite festivo tradicional y propio de tierras levantinas. Aunque no le vería yo a esa circunstancia problema alguno, sino a la contradicción por la que se pasea el Partido Popular, paladín habitual de nuestras tradiciones, y al repelús que suelen producirle todas las que traen los nuevos vallisoletanos venidos de lejos, aún privados de la oportunidad de incorporar algunos de sus festejos a la programación general.
También pudiera Jesús Julio Carnero negar que la mascletá vallisoletana es una copia de las levantinas, claro; argumentar que es una copia, en efecto, pero de aquella madrileña que organizó José Luis Martínez-Almeida. Lo que ya no nos quedarían tan claros, en ese caso, serían sus motivos. Almeida insistió en que la suya pretendía estrechar lazos entre la villa de Madrid y la ciudad de Valencia. Si ese fuera también el caso de Carnero, entiendo las reservas de cualquier oposición purista, porque estos melones, una vez abiertos, han de consumirse por completo. Comenzaríamos plagiando las mascletás y acabaríamos organizando ofrendas florales a la Virgen de San Lorenzo como si fuera maña, o columpiando un incensario desmedido entre los pilares herrerianos de la Seo, o quemando una falla del pobre Cipriano Salcedo junto a la fuente de la Plaza de Zorrilla, o montando una tomatina en la calle Platerías.
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