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No fue don Vito. Al menos, ningún fiscal podría probarlo. La perversión real que facilita el camino despejado hacia los crímenes perfectos (y quien dice crimen bien pudiera hablar de falta, de pecado, de abuso, o de tropelía) pudo trazarse gracias a la imaginación de ... Agatha Christie, no a la despiadada gestión criminal de un padrino de la mafia con prótesis dentaria, o de cualquiera de sus sicarios más meticulosos.
A los partidarios del crimen organizado, en realidad, les importa poco vivir bajo sospecha. Su modus operandi requiere eficacia, no sofisticación; a lo sumo, desfachatez, una buena cuadrilla de subordinados con poco cerebro y, por supuesto, capacidad ilimitada para los enjuagues. Ni siquiera necesitan hacerse con una pátina, aunque sea impostada, de inocencia. Les basta con irse de rositas bajo el cobijo de una duda razonable.
Don Corleone jamás necesitó aderezar las instrucciones a su Consigliere, ni los recados urgentes a alguno de sus hombres de confianza, con un antojo tan complejo. Sin embargo, para la escritora de apariencia adorable y de imaginación criminal no había lugar a dudas: el crimen perfecto es aquel que no busca culpable, es decir, el crimen que no lo parece. Por supuesto, siempre que el autor tenga la paciencia suficiente, también podría lograr enmascararlo con los síntomas propios de alguna enfermedad. Pero cuando las prisas son imprescindibles y emerge la necesidad de perpetrarlo, el accidente es el único modo de imputárselo directamente a esa fatalidad capaz de encajar toda culpa.
Siempre me resultó admirable ese grado de sutil perversión en cualquier entorno y disciplina. Siempre me cautivó la ingeniosa y serena frialdad de quienes manipulan el devenir de los acontecimientos en busca de una particular ventaja sin que apenas se note su mano; que la fortuna les sonría sin fisuras, varias veces, y que tal imposibilidad estadística parezca fruto exclusivo del azar; que los obstáculos al adversario actúen con eficacia recurrente y que su inmovilización se muestre siempre accidental; que la intolerancia y la aversión a las ideas contrarias borre del espacio público cualquiera de sus manifestaciones y que semejante censura parezca el resultado inevitable de un indomable laberinto burocrático.
A lo largo de la última semana –además de confirmar que la figura caduca del tonto del pueblo lucha contra la extinción actualizándose bajo la del tonto del vagón–, tuvimos oportunidad de lamentar que la obra que Julio Falagán fuera retirada de la calle López Gómez, según la Concejalía de Cultura, por un efecto indeseado de la legislación vigente. Aunque apeste a censura, nos vienen a decir las excusas municipales que esta es accidental e inevitable; fruto de una fatalidad, o de una imprevisión. Nada deliberado. Aunque creo yo que si Miss Marple pudiera tomarse un té con pastas en el despacho de Irene Carvajal, acabaría relacionando, entre sorbo y bocado, el accidental caso de Falagán con aquel otro, igualmente fortuito, de la calle Arribas por la retirada de la bandera arcoíris. También, por qué no, con esa encerrona burocrática que finalmente impidió –sin necesidad de prohibirla, claro– la última edición de la verbena republicana después de doce años de celebración sin incidentes.
Ante la indisimulada desfachatez de corporaciones como la de Castronuño, que ha borrado recientemente un mural de Manuel Sierra sin sutilezas, ni planes, solo con las ínfulas grotescas del abuso, nos hallamos ante un patrón en la ciudad de Valladolid que consigue similares resultados sin manchase la ropa, sin huellas en el arma; con la sutileza imprescindible, avizorada por Agatha Christie, para perpetrar los crímenes perfectos.
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