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Novatadas universitarias. El Norte
La platería en llamas

Novatos

«Ellos aún no lo saben, pero un día se frotarán los ojos y al abrirlos de nuevo se verán obligados a asumir que han terminado la carrera»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 18 de septiembre 2024, 06:43

Septiembre huele a mosto y a novato. En cuanto las cigüeñas echan a volar, llegan ellos, de un día para otro. Son inconfundibles. Aunque intenten disimularlo, se concentran en los aledaños de las facultades con la mueca de los turistas en la cara.

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Caminan deprisa, ... como si supieran exactamente a dónde van, pero se detienen a menudo para echar un nuevo vistazo a la pantalla del móvil que guía sus pasos mientras memorizan cada calle, cada tienda de fotocopias, cada puente, cada kebab y cada cruce repartido en el nuevo itinerario de sus vidas.

Si son nativos, este trámite apenas les supone alguna dificultad. Pero si son forasteros, habrán de empeñar todos sus sentidos para no saltarse la parada del bus o perderse entre jardines, avenidas y edificios del Campus. Para algunos de ellos, una anécdota semejante es inasumible por muchos y variopintos motivos, entre los que se encuentra la necesidad de pasar inadvertidos para beneficiarse de la azarosa protección que proporciona una inmunidad de rebaño en la que tienden a confiar.

En cuanto logren llegar a su destino harán lo mismo con cada recibidor, cada pasillo y cada escalera hasta llegar a las aulas que forzarán el cautiverio de su atención durante los próximos meses. Ellos aún no lo saben, pero pasarán volando. Un día les entrará algo en el ojo, lo guiñarán, y al abrirlo comprobarán que ha terminado el primer curso. Otro día se frotarán los dos y al abrirlos de nuevo se verán obligados a asumir que acabó su periodo universitario. Los que ya caemos en el agujero negro del tiempo hacia el horizonte de sucesos lo sabemos bien porque hemos pasado por ahí, como ellos. Y aunque a todos los efectos parezca que ocurrió hace cuarenta años, lo hicimos ayer. También caminamos por los pasillos del negociado con la boca entreabierta y dedicamos nuestra sonrisa limpia a cualquiera que nos mirara fijamente, como aquellos exploradores decimonónicos adentrados en tierras vírgenes cuando procuraban parecer amigables con el único propósito de mantenerse de una pieza.

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La cabeza de todos los novatos apunta hacia cualquier escollo que pueda malograr esa intención, como la mala impresión que puedan causar al personal docente y al resto de sus inmediatos compañeros por algún gratuito malentendido, o el tránsito que habrán de sortear por el poso de los ritos iniciáticos que aún se mantienen en algunas facultades y en algunos colegios mayores.

Sin embargo, desde que la autoridad universitaria —para oprobio de una comunidad adulta, privilegiada y cultivada que jamás debió caer tan bajo— se vio obligada a prohibir bajo amenaza de expulsión los rituales de humillación periódica y sistemática hacia los nuevos estudiantes, algunas facultades han sabido mantener la esencia de la bienvenida convocándolos para disfrutar de un día amigable en feliz y sencilla convivencia. Si antaño algunos recorrían la ciudad con sus batas pintadas, sus silbatos y sus carritos sisados al súper, hoy se inclinan por coger un autobús hasta el pinar, pertrechados con sus bolsas del Mercadona llenas de bebidas, de empanadas y de piñas para acoger a la nueva camada entre juegos sencillos y pruebas inocentes. Acaso sirva para que todos los novatos abandonen cuanto antes el celo de tanta precaución y sientan que entre todas esas caras, aún desconocidas, no solo aguardan las de sus colegas de piso o de residencia, las de sus compañeros de cuatrimestral y las de sus vitales mentores. También andan sueltos, por ahí, quienes habrán de ser los mejores amigos del mundo, los amores imposibles, los breves, los intensos y los penosos. Incluso bien pudiera rondarles a solo unos metros de distancia el amor de toda una vida, del que hoy ignoran hasta el nombre.

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