Fundación Miguel Delibes
La Platería en llamas

Un nombre en el aire

«Carnero y Puente coinciden en que la estación de tren reciba el nombre de Concha Velasco y el aeropuerto de Villanubla el de Miguel Delibes, pero bien pudieran reconsiderarlo»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 31 de julio 2024, 07:06

Amo las estaciones de tren. Me importan de cabo a rabo. Algunos de mis mejores veranos reposan ovillados sobre andenes nocturnos, mudos y desiertos que ya no existen. Sentado en el suelo, aguardé muchas veces con la espalda apoyada en la pared, entre el equipaje ... y los buenos amigos que aún permanecen jóvenes e intactos en la memoria, a que un tren de paso hiciera su parada y nos permitiera continuar periplo más allá del mundo conocido, hasta algún lugar difuso y no por ello menos admirado; uno de nombre aprendido cuando éramos niños, gracias a la legendaria curiosidad geográfica de los escolares, y que aún permaneciera en nuestro mapa vital bajo la leyenda: «más allá hay dragones».

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Cada uno de aquellos recorridos iluminaba un poco más el mundo, ese que crecía a nuestro alrededor gracias a todos ellos, con cada traqueteo de las ruedas, con cada zarandeo del vagón, con cada duermevela interrumpida por un revisor, hasta que al fin éramos capaces de contemplar, no sin asombro, cómo se armaba pieza a pieza en nuestra cabeza la idea de su complejidad, de su inmensidad, de su fascinante belleza.

Hablo de estaciones de tren españolas, francesas, yugoslavas, alemanas, turcas, griegas, danesas, portuguesas, holandesas, austriacas o italianas de una Europa distinta en la que aún no había detectores de metales rutinarios ni trenes de alta velocidad; una Europa incapaz de concebir una matanza como la de Srebrenica aunque aún toleraba la ignominia del Muro de Berlín.

Siempre vi aquellas estaciones de tren como inmensos santuarios mitológicos. Cada uno de sus grandes salones se me antojaba un telar manipulado por las parcas hilanderas que entretejían la urdimbre de nuestras vidas. Nos trenzaban, unían y separaban en aquellos nudos neurálgicos que son las estaciones.

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Ya fuera sobre los inmensos mostradores de mármol, o a través de sus diminutas ventanillas, se dirigía el oráculo a cada uno de nosotros después de esperar turno para formular nuestras preguntas o expresar nuestros deseos. Entonces, el viaje se desataba y devoraba errante todo el continente hasta que nuestros itinerarios se resumían en capítulos escuetos y detallados propios de una novela de Baricco.

Me inclino a creer que nuestras vidas son hoy, décadas después, tal y como ellos dispusieron entonces, cuando el verano era un paréntesis rendido al carpe diem más vagabundo y los jóvenes disfrutamos en los años ochenta de aquella barra libre que supuso el programa de Interrail para cultivar una identidad continental de las emociones en quienes seríamos llamados a ser la primera generación de la Unión Europea.

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Por eso amo las estaciones de tren y me importan de cabo a rabo. También sus nombres. Y me agradó el consenso para atribuir a la de Valladolid el de Concha Velasco. Sin embargo, no hace mucho, Elisa Delibes me confió que su padre sentía pavor por los aviones. No podía subir a uno de esos aparatos. Tan considerable y crónica debió de ser su aversión que en los dos viajes transatlánticos que hizo en su vida optó por realizar en barco el trayecto de ida a Norteamérica, en 1964, así como el de regreso de Sudamérica, en 1955.

El único punto en que coinciden Óscar Puente y Jesús Julio Carnero guarda relación con los nombres que han de lucir con orgullo vallisoletano nuestro aeropuerto y nuestra estación de tren. Los dos quieren que la estación reciba el nombre de Concha Velasco y que el aeropuerto de Villanubla acoja el de Miguel Delibes. Pero bien pudieran reconsiderar el mejor asiento para cada uno de ellos y trenzar sus variables, como parcas hilanderas que disponen los destinos de la posteridad, para homenajear con el aeropuerto de Villanubla a doña Concha y con la estación de Campo Grande a don Miguel.

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