Árbol de Navidad instalado en la Plaza Mayor de Valladolid. Carlos Espeso
La Platería en llamas

La ley de los deseos

Nuestro genio conseguidor no es un mayordomo gentil, sino una especie de Aldama comisionista, un cartero que hoy llama para otorgar y mañana lo hará para demandar

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 4 de diciembre 2024, 07:06

Pide un deseo, o muchos; da igual. Susúrraselos al árbol luminoso de la Plaza Mayor durante un solo día, o hazlo varias veces cada semana; es lo mismo. Cambia tus deseos sobre la marcha, corrígelos, amplíalos o perfecciónalos a lo largo del mes; poco importa. ... Pero ten cuidado. Recuerda que los deseos nunca salen gratis. En primer lugar, porque también son adictivos, como el tabaco y el azúcar; como el poder y la jactancia. Quienes sucumben a la gula del deseo y terminan atrapados en el interior de su laberinto sufren tanto deseando como acaso llegaron a padecer alguna vez cuando hacían inventario nocturno de sus carencias, tan perentorias que acaso sus deseos enmudecían avergonzados antes de desaparecer para siempre.

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Los adictos a la actividad burocrática y reflexiva de concebir nuevos deseos son incapaces de abandonarla. Para ellos nunca es suficiente. Lo hacen de nuevo, incluso recién encaramados al último de los caprichos concedidos. Bajo la sombra de su insatisfacción, atrapan cada regalo que les otorga la fortuna, lo destrozan entre las manos y lo arrojan a un pozo desfondado para volver a experimentar la excitante sensación que brota con la anticipación de un nuevo deseo recién llegado a ese imaginario impecable y narcótico que todos llevamos dentro.

En segundo lugar, ten cuidado cuando te encuentres ante el cono luminoso de la Plaza Mayor porque los deseos son en realidad armas devastadoras, cuchillos afilados como catanas que deben usarse con extrema precisión. ¿Acaso hay poder más absoluto que el contenido en aquel «pedid y se os dará» registrado por Mateo? En manos equivocadas, los deseos rebanan cabezas, ensartan el porvenir de propios y aledaños. Formulados con torpeza y ambigüedad pueden acabar arrumbando hasta un sinfín de maldiciones. No hay un solo deseo sin letra pequeña; no hay una sola dádiva del destino sin consecuencias y pagos contra reembolso. Karen Blixen ya advirtió de que los dioses pueden llegar a castigarnos con nuestras súplicas. Recordemos también que el conseguidor de nuestros deseos, esos que formulamos ante las luces cónicas del árbol, es una criatura perturbadora y amenazante que habita en los confines de nuestro interior, como aquel Genio de la lámpara de Aladino, aterrador en las distancias cortas por su nula paciencia y cuya voz jamás debió ser escuchada por otra persona que no fuera él mismo. Nuestro conseguidor de deseos no es un mayordomo gentil, sino una especie de Aldama implacable y comisionista, un cartero de novela negra que hoy llama para otorgar y mañana, en el momento más inoportuno, lo hará para demandar.

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En tercer lugar, extrema las precauciones, porque el ejercicio de desear se ha convertido entre nosotros en un trámite banal. Allí donde se planta un árbol de los deseos ha sido retirado el de las necesidades. El deseo es una guinda ornamental, la propina de la fortuna, el broche acomodado de la buena suerte que solo puede permitirse quien ya la tiene. Uno no se planta ante el cono luminoso de la Plaza Mayor para pagar la subida del alquiler al señor Scrooge. Nadie cierra los ojos y sonríe para desear el abono del recibo pendiente de la luz. Ninguno de estos extremos se desea en silencio. Se reivindica con justificado encono y se demanda en primera instancia a los cuatro vientos hasta que la desesperación se estrella contra la sordera del mundo y pasa, de últimas, al negociado de la oración, del rezo y de la súplica, que siempre fueron los apropiados para gestionar las penurias de mayor enjundia. Ten presente estos días que suplicar deseos es tan inapropiado como desear necesidades. Algo así como aprovecharse de subvenciones inmerecidas: una ordinariez y una mezquindad.

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