Aquel anuncio dejaba la prosperidad familiar del mundo proletario en manos de la ambición y el sacrificio inversor de cada cual: «Mejores jornales a diez kilómetros», advertía en su parte superior derecha la publicidad aparecida en una edición diaria de El Norte de Castilla de ... 1954, impecablemente estampada a página completa sobre aquel tamaño sábana tan poco manejable que por entonces se usaba, precisamente, para ahorrar papel.
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«Hay muchas fábricas mal comunicadas que están esperándole con jornales más altos», afirmaba el reclamo publicitario que aconsejaba a continuación: «Consígalos llegando hasta ellos sirviéndose de la sólida y acreditada bicicleta que Orbea ha creado para que usted pueda ganar más y vivir mejor».
Acompañaba al texto la impecable imagen dibujada de un obrero en mangas recogidas de camisa y tirantes cruzados a la espalda, afanado en dar pedales sobre aquella ligera bicicleta que se ceñía a escasos centímetros del borde en una desierta carretera comarcal.
Si el instante dibujado en detalle mostraba a un audaz trabajador que había aceptado la sugerencia de aquella firma prestigiosa de bicicletas para invertir los ahorros en su producto, también invitaba inevitablemente a imaginarlo todas las mañanas laborables inmerso en la trazada del mismo recorrido hasta la fábrica donde podría haber entrado en calidad de peón para ir medrando hasta salir años después con la antigüedad de capataz pegada a las arrugas del rostro. Aunque la historia y la deriva del costumbrismo criado a los pechos del estado del bienestar han demostrado que también le hubiera sido posible entrar joven, cándido y entusiasta, para salir mayor, astuto y desencantado; hacerlo sindicalista, para abandonarla, décadas mediante, aburguesado; ingresar en ella dispuesto a emigrar al extranjero en busca de un futuro mejor y dejarla años después tribal, inhóspito y contrario a que otros se acomoden en nuestra tierra en busca de lo mismo. Quién sabe, puede que muchos de aquellos ciclistas proletarios entraran socialdemócratas, entre los jadeos provocados por el pedaleo, pero acabaran saliendo neoliberales, entre los estornudos provocados por el aire acondicionado de sus coches de alta gama.
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Setenta años después, casi todos aquellos desplazamientos ciclistas al trabajo han perdido presencia frente al coche. Las bicicletas proletarias, aquellas sin más ambición entre sus piezas que la de desplazar a sus usuarios, cambiaron las ruedas por volantes de inercia. Ahora son artilugios regulables de interior que rinden culto a la forma física en recintos amplios donde docenas de abonados pagan para sentirse fustigados durante intensas sesiones de 'spinning' mientras pedalean y sudan como si llegaran tarde a fichar en aquellas factorías tan mal comunicadas que permitieron mejorar el jornal a sus abuelos.
Hoy gozamos de mejores infraestructuras que en 1954, pero nuestro ciclista proletario sería un temerario si pretendiera acudir al trabajo en bici, como entonces. Acaso temió antaño la adversa circunstancia de que algún desalmado robara su vehículo, como al pobre Antonio Ricci para desgracia de su casa, pero la integridad física sería hogaño la única preocupación permanente. El pobre creería que para eso hemos inventado los carriles bici, pero se equivocaría. Los carriles bici no son sino el remedio ante un fracaso vergonzoso, el de la falta de respeto que sufren los ciclistas cuando comparten vía con los vehículos de motor. Pero de ahí a que puedan se útiles para ir a trabajar o para desplazarse con diligencia, media un abismo. ¿Por qué, si no, se empeñaría tanto nuestro Ayuntamiento en evitarlo, alargando alguno de ellos y desviándolo por parques, entre paseantes, niños, perros y arboledas?
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