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Hacía tiempo que no nos metían el miedo en el cuerpo. No me refiero al hipocondríaco que habita en nuestro organismo desde hace años, acostumbrado ... a esconderse como un fugitivo en los capilares del torrente sanguíneo para evitar el encuentro con triglicéridos, glucosas y transaminasas. Tampoco hago referencia al miedo histérico y absurdo, avivado por los racistas más burdos y aporofóbicos de cada barrio; ese que propaga la idea de las ocupaciones masivas, capaz de extenderse en cuanto asoma algún signo de diversidad y que arrumba hasta los temores más descabellados por el reemplazo cultural, la invasión bárbara y del declive identitario. A pesar de su mendacidad y la ausencia absoluta de motivos para hacerlo, permanece entre nosotros. Debiera bastar para desmontarlo el afán mayoritario y el entusiasmo habitual que exhibe nuestra tierra estos días, durante los preparativos de la Semana Santa –ya inminente–, sin que aparezca un solo indicio a su alrededor, por insignificante que sea, capaz de amenazar su perpetuación o la supremacía de su esplendor.
Pero esa es otra historia. Una de miedos ridículos. Y hoy le prestamos atención al que acaban de inocularnos gracias a las coletillas inquietantes descolgadas en un par de declaraciones oficiales. También al boca oído digital de los whatsapps y a la inagotable obsesión analítica de todas las tertulias. Este es un miedo que no ha necesitado de conspiraciones urdidas por John le Carré, ni de sabotajes de Estado que habrían de desclasificarse y reconocerse dentro de cincuenta años. En esta ocasión no ha sido necesaria la presencia de un agente alevoso dispuesto a disolver alucinógenos en las aguas del Ródano, como en los tiempos más impunes de la CIA y del pan maldito, pero es un miedo igualmente colectivo, pavoroso y catastrófico, como los de antaño. Uno de esos que no se respiraba en el ambiente desde la cargante amenaza de la Guerra Fría, cuando a la conciencia civil le daba por encadenarse en las carreteras para impedir el paso de un convoy de camiones cargados con media docena de ojivas hacia una base americana asentada en el corazón de Europa.
Aquel era un miedo analógico, siempre expectante ante el estrépito de una sirena o el silencio pegajoso de un apagón; un miedo sumiso que guardaba en un altillo varias velas encajadas en botellas vacías; un miedo discreto y mantenido con sabia paciencia por padres y abuelos que nunca dejaron de almacenar en la despensa un suministro adecuado de latas de fabada, de leche condensada o de melocotones en almíbar consumidas finalmente un día cualquiera, antes de alcanzar su fecha de caducidad, para ser reemplazadas cada cierto tiempo, sin prisas, sin pausas ni aspavientos; con la misma costumbre que se reponía el acopio de pilas de petaca para la linterna, el de harina, azúcar, café soluble y agua embotellada.
Nadie hubiera llamado entonces a aquel lote kit de supervivencia. No eran más que pertrechos guardados gracias a la sensatez que dictaba la experiencia y una memoria cargada de recuerdos aciagos.
La Unión Europea quiere que volvamos a pensar en la catástrofe. Calculan una debacle de tres días y nos han dado una lista de útiles y provisiones para pasear por las noches tristes del siglo pasado. Por eso, hoy escasean los infiernillos en las ferreterías y los transistores en los bazares; por eso, en el súper no dan abasto reponiendo el lineal del papel higiénico. Pero debieron incluir en el kit de supervivencia del siglo XXI un buen surtido de libros. Nuevos, o de viejo, como los que hoy pueden comprarse en la Feria de la Acera de Recoletos. Quiero creer que de haber sido incluidos en el kit, hoy apenas quedarían existencias.
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