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Ayer me desperté sobresaltado una hora antes de que sonaran los pitidos afilados que dispara el reloj de la mesilla. Y lo hice en blanco, como le ocurría a Marcel Proust cuando volvía al mundo después de la siesta, bajo una pasajera y cargante desmemoria ... que siempre requirió de su temple y su paciencia no solo para volver a saber quién era y dónde estaba, sino para recomponer en pocos segundos el inventario de problemas y alegrías que merodeaban alrededor de su vida.
Así lo hice yo, igual que hacía Proust entonces y también hace a diario mi portátil, aunque sin tanta divagación, cuando lo reinicio y repasa la cadeneta binaria de sus entrañas.
Aún era de noche, cosa que apenas significa algo en la antesala del solsticio de invierno, cuando todo anda entre tinieblas hasta bien entrada la mañana y vuelve a hacerlo en cuanto comienzan a tintinear las cucharillas en las tazas del café de sobremesa. Pero la atmósfera fluía con una densidad distinta. Al respirarla sentí que aquel aire fresco, rico en oxígeno y pobre en olores, había pasado por mil filtros de carbono activo, o estaba compuesto por moléculas inmaculadas recién llegadas del Ártico. Aunque, por lo demás, el día transcurría como de costumbre. Nada extraño que reseñar. Al primer café de la mañana en compañía de la radio y la lectura imprescindible del periódico, le acompañó una de esas caminatas a paso ligero que dedico a algún cuadrante de la ciudad. En esta ocasión, decidí acercarme hasta los parajes más periféricos del norte y del este para contemplar, una vez más, la maravillosa transformación que ha propiciado la llegada de Switch Mobility a Valladolid con esa inmensa factoría de autobuses eléctricos que emplea directamente a unos dos mil trabajadores e involucra indirectamente a otros cinco mil contratados en industrias auxiliares.
Aún recuerdo con emoción la salida de aquel primer autobús eléctrico fabricado, hace ya dos años, tal y como prometieron en su día, entre primeras piedras y ruedas de prensa que tanta incredulidad nos provocaban –hay que ver cómo somos–, sobre todo cuando supimos que el proyecto ya contaba con un millón de euros de nuestra caja y todos los parabienes municipales. Lo mismo que ocurrió con la factoría en Inobat, al otro lado de la calle, en la Vereda de las Palomas, donde un inmenso complejo fabril, que ha comenzado a producir este año baterías por una potencia energética de ocho gigavatios y que da trabajo, de momento, a medio millar de personas, tal y como aseguraron que haría, pronto completará el barrio de tres mil pisos y la producción óptima que auguró Palmer entre micrófonos y fotógrafos.
Camino entre la neblina reposada sobre los valles del Pisuerga y de la Esgueva y decido pasear hasta el sur por el magnífico bulevar que cubre las vías del tren desde hace años. A ambos lados aún se construyen viviendas y se urbanizan jardines y marquesinas, aunque las obras del soterramiento terminaron en 2008, tal y como prometieron los próceres del Ayuntamiento en el año 2002. Sin embargo, al fondo y a pesar de la bruma, surge nítido el perfil de los edificios que comenzaron a elevarse hace quince años sobre lo que fueron los talleres de Renfe, fiel a aquella ambiciosa maqueta del Plan Rogers en la que destacaba, como Faro de Alejandría, una torre de oficinas de cien metros de altura. Me acerco hacia ella y lamento no poder alargarme andando hasta la fábrica de aviones supersónicos de despegue vertical, operativa desde 2012, que emplea a ocho mil personas desde hace cinco años. En fin, otro día.
«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos –escribió Dickens–; Todo lo poseíamos pero no teníamos nada». A ver en qué ciudad me despierto mañana.
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