Ferias y fiestas de San Mateo en Valladolid. El Norte
La Platería en llamas

Gracias a Javier León

«Las fiestas de San Mateo asomaban tarde, cuando las hojas ocres de los jardines comenzaban a susurrar versos de Bécquer y los niños ya habían arruinado los cuadernos del nuevo curso»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 30 de agosto 2023, 00:37

Recuerdo las Fiestas de San Mateo: tardías, extemporáneas; a veces, tristes. Para celebrarlas con dignidad, Valladolid debía arrastrarse cuanto pudiera en camiseta y zapatillas hasta la puerta del otoño, dispuesta a traspasar aquel umbral con estoica resignación y un disimulado jersey atado a la cintura. ... Y lo hacía a finales de septiembre, cuando ya todo el vecindario se había despachado a gusto en los festejos de los pueblos; cuando el estrambote taurino de Medina del Campo y de Laguna de Duero aún se mantenía presente en la tensión muscular de cuantos aficionados deseaban convertirse en algo más que espectadores de las faenas ajenas; un colofón capaz de apaciguar a manguerazos de adrenalina los últimos hervores de testosterona que asomaran entre la concurrencia más necesitada.

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Las fiestas de San Mateo asomaban tarde, cuando las hojas ocres de los jardines comenzaban a susurrar versos de Bécquer, cuando los niños ya habían arruinado los cuadernos del nuevo curso y hasta los zapatos del uniforme veían comprometido su brillo original ante aquellos primeros charcos formados en los patios de cemento y grava. Unas fiestas sincopadas, eran aquellas; brotadas a destiempo, como la flor de los cerezos en una ola inesperada de calor, justo cuando los biorritmos del ora dejaban por fin la vía despejada a los mecánicos del labora y a nadie le quedaban alborozos en el cuerpo ni insensatez para pasarse de la raya.

Era difícil ser más inoportuno que el festejo de San Mateo, cuya programación se desplegaba quejicosa por el centro de la ciudad día tras día en una semana con ínfulas de breve que a veces se hacía interminable. Mendigábamos días de sol a una inestabilidad meteorológica que siempre salpicaba con los restos de alguna gota fría; rogábamos indulgencia a las anochecidas, cada vez más frías y tempranas, entre un cansino rosario de suspensiones. Una noche se caían del programa los fuegos artificiales; una tarde lo hacía el desfile de gigantes y cabezudos con el Tío Tragaldabas por los barrios. Suspensiones, acaso más llevaderas que la obstinada celebración de algunos conciertos anodinos consumados entre semana, a pesar de todo, ante una Plaza Mayor semivacía y empapada bajo el capricho de los chubascos; agolpada en los soportales entre jubilosa y harta, entre risueña y enfadada, como si viviera cautiva en las profundidades de algún disparate.

Aunque, con todo, habremos de reconocer el enorme mérito, el inmenso pundonor que mostraba la ciudad ante aquel calendario tan propenso a la adversidad. La alegría del paisanaje, la animosidad que desprendía la prensa, el aplomo y la disposición del vecindario que acudía voluntarioso y de buen grado a cuantas actividades programadas hubiera entre rachas de viento raso, atascos del siglo y nubes de gris marengo. Eso sí, siempre con el paraguas en la mano y la querencia indisimulada por los espectáculos a cubierto del patio de butacas, del tendido resguardado o del pabellón.

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Y si recuerdo hoy todo esto es porque llegó el año en que a Javier León de la Riva, por entonces alcalde en su segundo mandato, le dio por hacer el cambio y proclamar las Fiestas de la Virgen de San Lorenzo. Nadie podrá negar que después de aquella decisión a Valladolid le cambió la cara. Y justo es recordar que fue su corporación municipal la que tomó aquella decisión contra vientos críticos y pleamares venidos de todos los puntos cardinales: feriantes atribulados que amenazaban con ausentarse, apoderados y representantes que bufaban por el trastorno de las giras, pueblos vecinos que veían menguada la concurrencia de sus festejos, etcétera. Gracias a aquel pulso valiente, Valladolid cuenta hoy con una fiesta luminosa.

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