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Kabir Bedi, con el libro de sus memorias en la Plaza Mayor. Carlos Espeso
La Platería en llamas

Una feria para un milagro

«Sandokán fue todo un portero de biblioteca para los niños que, como yo, entramos en ellas de su mano en busca de Salgari y sus colegas decimonónicos»

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 7 de junio 2023, 00:34

Para no quedarse en simple y rutinario mercadillo, las ferias necesitan —entre el abasto imprescindible de lo básico— atracciones de relumbre, cometas prodigiosos, fenómenos extraños ... y, por qué no, algún que otro motivo para inventar todos los milagros que habrán de maravillar al mundo el día de mañana.

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En esta ocasión, y para cumplir escrupulosamente con este innegociable requisito, nuestra Feria del Libro se deja seducir y querer por el aroma intenso de las Indias. Todas ellas. Desde aquella poética y original de Tagore, serena y reivindicativa, que Juan Ramón Jiménez acercó cuidadosamente al sabor de las palabras en castellano para que pudiéramos saborearla, hasta la curada, mantenida y custodiada en la Casa de la India, que es ya una morada vallisoletana más. Y con ellas, y todos sus aromas, ha regresado a la ciudad, como un cometa deslumbrante encariñado con su órbita, Kabir Bedi, ese mago que no nos cansamos de admirar, de aplaudir y de querer porque el efecto de su imagen permanece intacto en algún rincón ventricular del corazón y forma parte fundamental de nuestra infancia.

Pertenezco a una generación numerosa, populosa, siempre exagerada, que se vio arrastrada a la fantasía más acrobática e inconcebible a través del ventanuco orwelliano de una televisión sin opciones —gris y desajustada— que unificaba el pensamiento único como ningún otro instrumento hasta la fecha. Con, o sin conocimiento exacto de la autoridad (quién sabe, a menudo el censor era un triste Polifemo de ojo yermo, tan obsesionado con la subversión y el comunismo que acaso se dejara engañar por cualquier don nadie), durante los finales años del franquismo logró colarse por aquella televisión unitaria el coraje libertario de Pippi Calzaslargas; la audacia individualista y distintiva de aquel niño blanco abandonado en la selva y tildado de Orzowei; el tremendismo beligerante de unos guerreros fabulosos apostados a orillas del Liang Shan Po, capaces de ejecutar brincos entre peñascos y, por supuesto, el furor malayo anti imperialista de Sandokán, aquel tigre de Mompracem echado a perder o ganado para la causa —según se quiera contar la historia y para qué—. Todo un príncipe venido a pirata; un noble tirado a los mares; un precursor de Curro Jiménez, agraviado, justiciero, notable y levantisco, cocinado en el puchero de todo lo romántico; natural de Borneo y, para más INRI de nuestro Polifemo censor, de manta liada a la cabeza, melena suave y brillante desde sus raíces hasta sus puntas, y mirada dibujada con rímel. Todo un portero de biblioteca para los niños que, como yo, entramos en ellas de su mano en busca de Salgari y sus colegas decimonónicos.

Desde de Kabir Bedi habitó en nuestros corazones por primera vez, el mundo ha recorrido miles de millones de kilómetros. Esta semana hemos vuelto a encontrarnos con el héroe. Ni se le parece, pero no importa. El cosmos es así de mágico. Lo que nosotros vemos siempre que Bedi regresa a Valladolid, como un Halley luminoso e incombustible, es su mirada de siempre, su porte intacto. Y nosotros, gracias al arte milagroso que solo prodigan las ferias, una vez más, asistimos a la transmutación de nuestros cuerpos y contemplamos cómo regresa la erosión a sus rodillas y nos nace la merienda en la mano. De súbito, regresa a nuestro paladar el sabor del pan y el chocolate que no había vuelto a ser el mismo desde entonces. Ni el de las fresas, ni el de los melocotones, ni el de los polos de naranja.

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Hemos recorrido miles de millones de kilómetros durante todos estos años para asistir al milagro de esta feria: un Kabir Bedi que baila feliz en una plaza vallisoletana, rodeado de una chiquillería entrada de largo en los cincuenta.

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