Durante la pasada noche de San Lorenzo apenas vi un puñado de esas perseidas que cada año colman de expectativas las veladas de los veraneantes noctámbulos y con las que apenas me he dado un festín visual –dos, como mucho– a lo largo de mi ... vida.
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He de reconocer que tampoco muestro la disposición necesaria para que eso ocurra. Me maravilla el cielo nocturno. Siempre que lo miro me pregunto qué nombre le habrán puesto a nuestro sol las criaturas que puedan observarlo desde algún lugar del universo. Aunque no suelo llegar al embeleso cuando pienso en ello. Disfruto localizando sin esfuerzo la estrella polar, eso es cierto. También, abriendo mis pupilas a la oscuridad hasta que lentamente se desvela a lo largo de la bóveda celeste esa colosal nube galáctica y luminosa que es la Vía Láctea. Me alegra, me alivia y me envanece localizar las constelaciones que aprendí y conozco desde niño —allí Casiopea, aquí Perseo—, y de las que acostumbro a hacer cumplido inventario porque, de algún modo, consiguen mantener con su perfecto estado de revista un tranquilizador engaño: me permiten apreciar una falsa estabilidad en el cosmos y la fingida solidez de mi memoria allí donde, en realidad, solo palpita efímera la escala temporal e insignificante del hombre, como especie, y mía, como individuo.
Sin embargo, he de reconocer que casi todos los veranos me sucede lo mismo cuando me dispongo a admirar el cielo nocturno en busca de estrellas fugaces. Pronto me asalta una suerte de impaciencia que arruina cualquier posibilidad de mantener la quietud y la perseverancia necesarias, tal y como recomiendan los expertos. Inevitablemente, tras media hora de aplicada atención al abismo cenital, comienza el aguijoneo de las cervicales. Y si no es éste, lo hace puntual el hormigueo que nace en la contractura sempiterna de los trapecios y que, como bien sabe cualquiera que camine cargado de hombros, obliga a hundir la barbilla y bajar la mirada, al menos durante un tiempo, para recuperar la sonrisa.
A menudo también he caído en la tentación de mirar fijamente a alguno de los astros celestes destacados —como Aldebarán, que me fascina— o me dejo llevar por el siempre hipnótico centelleo de las Pléyades hasta que el foco de la mirada se ciega deslumbrado y la visión periférica desaparece tras una inquietante opacidad. Siento entonces la necesidad de cerrar los ojos y el deseo incontrolable de cambiar de aires, de postura e incluso de actividad; abandonarme a la conversación, a la ensoñación o a la lectura, según las circunstancias y la compañía.
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Llámenme insensible, si quieren, porque, a pesar de mis continuadas deserciones, jamás tuve la sensación de perderme algo irrepetible cuando desistía de contemplar durante horas el firmamento en busca de estrellas fugaces. Tampoco durante esta última noche de San Lorenzo en la que apenas he sido capaz de ver un puñado de arañazos centelleantes en el manto del cielo nocturno.
Sí pude, sin embargo, escuchar mientras lo hacía el griterío animado de los chiquillos que jugaban y correteaban descuidados, aunque hubiera pasado ya la medianoche. A la mirada del cielo, que pronto abandoné, se añadieron todas sus risas empachadas de nocturnidad y propagadas a lo largo y ancho del valle. Unas carcajadas traviesas, fuera de horario y de lugar, juguetonas, espontáneas y vivarachas que lograban rasgar el silencio inmaculado de la noche. Risas también brillantes, centelleantes, como perseidas, que se desperezaban al fin después de haber sorteado las inclemencias y crueldades del último sol. Aquellas voces infantiles, cobijadas a la sombra del mundo, lo invadieron todo; tan fugaces y maravillosas que no pude evitar la tentación de pedirles un deseo.
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