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Le he hecho un somero examen a una inteligencia artificial y ha suspendido; así que dirijo mis felicitaciones a los creadores del invento y no lo hago con sarcasmo sino con absoluta admiración. Acaso los programadores no lo sepan –puede que no fuera esa ... su intención– pero han clavado al contertulio perfecto, al sabio categórico, al tradicional y adorable cuñado navideño.
Comencé mi examen más curioso que fascinado formulando algunas preguntas irrelevantes, una especie de cata para averiguar la profundidad y riqueza del estanque repleto de conocimientos en cuyo interior supongo que nada y se alimenta como si fuera un pez tropical.
Pocos segundos después de plantear a la inteligencia artificial alguna que otra cuestión –qué se yo, excentricidades como «Hazme una relación de poetas chinos relevantes durante el Movimiento por la Nueva Cultura», por ejemplo–, el algoritmo generaba una extensa parrafada enumerada y pormenorizada; una de esas peroratas que van a misa porque no hay modo de contradecir todo lo que se detalla en ellas sin dedicar un buen rato. Exactamente igual que ocurre cuando ese cuñado que todos somos suelta taxativo, sin filtros ni matices, la información consultada en Google durante una porfía.
¿Directores de cine nigeriano? He aquí una lista detallada con filmografía incluida. ¿Batallas navales registradas en el Peloponeso? Toma unas cuantas libradas entre los irreconciliables espartanos y atenienses. ¿Sinfonías inacabadas del Barroco español? Ahí van tres de aperitivo.
Sin embargo, pronto me llamó la atención entre las menudencias que podrían resumir su estilo y su funcionamiento algo que yo no esperaba encontrarme precisamente allí; algo que ni siquiera hubiera imaginado merodeando por el laberinto intrincado de su lógica. Aquella inteligente criatura sin rostro, alzada en la nube de su inasible realidad –tan semejante a una joven deidad en busca de adoradores–, repetía un patrón absolutamente familiar, como el acento pronunciado en Valladolid, como decir «velay» y «caerlo», como ese laísmo tan nuestro, mucho más hermoso que el «han habido» de otros lares que se extiende gracias a no pocos presentadores televisivos de fuste. Es decir, la inteligencia mostraba uno de esos patrones que se desempolvan por Navidad, como las figuritas de los belenes, y que acostumbra a pasearse por las reuniones familiares y las tertulias entre amigos.
Justo es decir que, de haber sido tangible, detrás de cada respuesta de la dichosa inteligencia artificial le hubiera dado una palmada en la espalda, porque había en la inmediatez y en la seguridad de las respuestas brotadas en el móvil un aroma a resabio conocido, a experto amante del detalle anodino e improbable, a puñetazo en la mesa.
Entonces llegó la apoteosis, la revelación, el éxtasis. Pregunté confiado por una relación de sultanes indios que hubieran vivido en el siglo XX y ahí comenzó mi HAL-9000 a dar síntomas de asombrosa humanidad. Un leve resbalón en el contexto y me propinó de inmediato párrafos singulares sobre Emiliano Zapata, Manuel Quintín o Tupac Amaru. El error me animó a formular otra pregunta muy sencilla. Una de esas para las que un vallisoletano solo necesitaría una pizca de memoria: «Haz una lista de novelas escritas por Miguel Delibes». Cuando en la relación de obras, correctamente enumerada y ordenada, apareció el título de una novela de Ana María Matute supe que, en efecto, los creadores de esta inteligencia artificial, ya comercializada y utilizada por millones de personas, explotada para todo tipo de tareas y redacciones, apenas se diferencia de la humana. Incluso en la firmeza y contumacia con que se dispondrá a defender sus propios desvaríos. Mal que nos pese ya es una más a la mesa en esta Navidad.
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