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Nuestra zona de bajas emisiones va a ser pequeña y suave; tan porosa por fuera, que se diría toda de algodón. Una zona inevitable, necesaria, tardía y obligatoria a instancias europeas, que al fin será implantada, con cierto retraso, en el corazón de la ... ciudad.
Si hay suerte, puede que perviva despacio a pesar de su fragilidad, como esos pimpollos del pinar que se salvan de milagro y acaban medrando contra viento y marea. Aunque podrá lograrlo siempre que no se le vuelva a acercar otra ordenanza con las tijeras abiertas para repodarla otro tanto y acabar con ella. Es decir, que si nos acompaña la fortuna y el Ayuntamiento deja de propinar esos bandazos extremos a diestro y siniestro con los que sustituye últimamente a los tradicionales bandos, nuestra modesta zona de bajas emisiones podría llegar a convertirse, conocidas y asumidas sus parcas aspiraciones, en un reino coqueto y diminuto; un juguete para entretener a guardias saturados, libreta en mano, en busca de furgonetas con más inspecciones técnicas que el reloj de la Puerta del Sol y cuyos conductores jurarían con las palmas de sus manos unidas en actitud suplicante que solo pretendían entregar un paquete antes de marcharse como almas que han sido expulsadas del Paraíso.
Podría llegar el caso de que este pequeño coto de aire prohibitivo, de propiedades inasequibles, de alquileres escandalosos, de calles peatonales y terrazas amuebladas como casas de paredes transparentes, de apartamentos turísticos con taxímetro a la puerta y negocios con presunciones vintage donde se arreglan los bigotes a la moda de quienes partieron hacia la guerra del Rif, acabe pareciéndose a un patio de recreo listo para el corre que te pillo o el civiles y ladrones; para el juego sagrado del escondite o las elocuentes evasivas del excusado; también para el «te perdono; ve y no peques más», ese generoso margen que aplica la humanidad de los agentes de vez en cuando, siempre que no hayan tenido un mal día. Pero no será así, gracias a esa Inteligencia Artificial que nos tiene calados y de la que desconocemos casi todo lo que sabe realmente de nosotros. Respiren, pues, los humanos de placa y uniforme, al menos hasta el día en que algún concejal saque a pasear la idea de suplantarlos casi por completo y para siempre; un extremo que ocurrirá tarde o temprano.
De momento, el reino minúsculo, poroso e invisible de las bajas emisiones, estará fuertemente defendido, por supuesto. Alrededor de su perímetro se alzarán insalvables murallas de viento entre bastiones fabulosos de corrientes ascendentes; rematados todos ellos por un millar de almenas fantásticas y otros tantos matacanes con olor a fumarola que solo podrán ser vistos y palpados por los niños de corazón puro y los sastres del emperador.
El vigía de este país imaginario mantendrá por siempre un ojo abierto y otro cerrado para que escapen de su disfraz de Polifemo, como los marineros de Ítaca bajo el vientre de las ovejas gigantes, todos esos privilegiados contribuyentes de la ciudad o visitantes del alfoz que han sido agraciados con el boleto de las excepciones arbitrarias y exclusivas. Una ciudad repleta de escolares que caminan a diario y con normalidad hasta sus respectivos colegios ha decidido que los quinceañeros trasladados en su vehículo particular, por muy contaminante que sea, estarán exentos de caminar unos metros y podrán ser trasladados por la zona restringida hasta ser dejados y recogidos en la puerta de sus centros de enseñanza. Como marqueses de otrora, cuando los bigotes llegados del Rif se reponían en barberías futuristas, decoradas como habrían de ser en el siglo XXI, y los poetas tristes se dejaban querer por sus monturas.
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