![Cobrar por votar](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/05/23/jorgezapata-efe-kiIE-U200379325723wsC-1200x840@El%20Norte.jpg)
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Rendidos a la corrupción que no cesa, nos escandalizan los compatriotas capaces de vender la voluntad de su voto por correo a cambio de un puñado de euros, como ha ocurrido en Melilla. Pero al principio, que yo recuerde, durante aquellos meses en los que ... la democracia volvía a deletrearse en las escuelas, se concluyó tras alguna reunión ministerial, vaya usted a saber en qué agrisado despacho, que acaso fuera mejor pagar a todo el mundo por votar. No por una opción en concreto, claro está, sino por la individual y sencilla acción de participar en el sufragio; ese gesto que ya era, de manera específica, la verdadera opción a patrocinar.
La participación democrática suponía entonces la auténtica y perentoria conquista electoral. Acaso se preguntaban los urdidores del proceso, en torno a Adolfo Suárez, cómo habría de recuperar el pueblo español el ejercicio pacífico de su soberanía si no se mostraba capaz, entre otros muchos detalles imprescindibles, de aprovecharla en cuanto se le brindaba la oportunidad.
Cuando la suerte democrática quiso regresar a nuestra vida cotidiana, la desconfianza de la autoridad competente se mostró tan evidente que el miedo al ridículo en el exterior y en el interior por una abstención masiva si se celebraba la jornada electoral durante un domingo inclinó finalmente la decisión de fijarla en un día de diario para que los trabajadores pudieran ejercer su derecho al voto sin mermas en su descanso dominical o en sus emolumentos. Dispondrían de unas horas en su horario laboral para acudir a las urnas. Es decir, cobrarían por ir a votar.
Aquel pago por ejercer el derecho al voto fue un empujón animoso, un incentivo sociológicamente incontestable para consolidar procesos electorales en el seno de una sociedad que carecía por entonces de la costumbre; algo que debíamos adquirir con el tiempo, que nos revoloteaba sin caer sobre nosotros, como el Espíritu Santo en Pentecostés, y que todo el mundo llamaba entornando los ojos y agravando la voz: «madurez democrática».
Recuerdo bien mis libranzas en el colegio aquel diciembre de 1976 y aquel junio de 1977 a costa de dos jornadas electorales que tuvieron lugar en día lectivo. Dos ocasiones durante el mismo curso escolar en las que nuestras aulas fueron utilizadas para constituir las mesas electorales y en las que nuestro recibidor acogió aquella cabina con su frontal repleto de cajetines bajo los que asomaba un minúsculo mostrador inclinado y un bolígrafo prendido a una cadena. Recuerdo su cortinilla opaca y el aspecto de confesionario que inspiraba todo su conjunto. Acaso también porque lo que allí dentro se decidía debía de ser inconfesable.
Ahora las cabinas apenas sirven para algo. Desconozco si aún son útiles para algún ciudadano que necesita de su recogimiento y de su intimidad para conocerse a sí mismo y materializar el futuro. Hace años que no veo a alguien entrar o salir de ellas. Acaso sean tan solo un resto de aquel pasado repleto de inmadurez, zozobra, consignas, fachadas empapeladas hasta la enfermedad, aceras pegajosas por la cola derramada; un pasado de pegatinas, gorras, bolígrafos, megafonías y octavillas volanderas caídas del cielo, como si todos nosotros viviésemos en un barrio de Berlín Occidental. Entre algoritmos capaces de evaluar nuestras inclinaciones, nuestras confesiones voluntarias e involuntarias en las redes, acaso no quede un solo voto secreto en toda la ciudad. Sin embargo, aún se pasea entre nosotros el fantasma de la baja participación ahora que afrontaremos unas elecciones municipales sin el enganche de las autonómicas. Veremos este domingo de Pentecostés si nuestra madurez democrática sigue con nosotros o si nos revolotea y pasa de largo.
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