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Confieso una insana atracción por las recreaciones en 3D, esas exhaustivas planificaciones arquitectónicas y urbanísticas capaces de reproducir toda suerte de texturas y donde las ... sombras proyectadas por el cálculo instantáneo de un poderoso microchip bailan siempre anticipadas el tango de la veracidad con nuestra agudeza visual. Así es que me fascinan las imágenes profusamente documentadas de la Roma de Adriano o de la Atenas de Pericles; de la Pompeya ignorante de su suerte o de la Pintia longeva, entre vaccea y visigoda, que espera bajo las tierras de labor el cumplimiento de las promesas que Gonzalo Santoja vertió sobre ella no hace mucho, a contraluz, como una Scarlett O'Hara lacrimosa y solemne.
Incluso debería admitir que tales recreaciones me resultan más cautivadoras aún, si ello es posible, ahora que han dejado de ser complejas, pero meras ilustraciones en dos dimensiones, proveedoras de un conocimiento limitado, para convertirse en lugares virtuales que permiten la incursión del espectador por todos sus rincones hasta convertirse en una experiencia sensorial casi completa.
Desde que la sofisticación digital nos ha pasado por encima, uno puede optar por el paseo virtual, respetuoso con los límites que le impone la realidad a nuestra velocidad y a nuestros puntos de vista o, por el contrario, dejarse llevar por las evoluciones de un vuelo sin esfuerzos, ni inercias, ni peligros; una especie de experiencia extracorpórea que añade a la visita virtual tintes sobrenaturales, por no decir espectrales, desde una dimensión inasible en la que, ciertamente, ni el tiempo ni el espacio se ciñen a los dictámenes mundanos.
Para los jóvenes puede que eso de moverse entre pasadizos y galerías, jardines y plazoletas virtuales no sea para tanto. Ellos están acostumbrados a pasearse con un rifle en la mano y un setenta por ciento de vida en el alma de su avatar por las ruinas de una civilización fallida, como la nuestra, mientras descerrajan in extremis tiros a bocajarro sobre centenares de zombies —muchos de ellos antes vecinos, amigos y familiares— dispuestos a comerse su cerebro.
Acaso este ambiente se halle en las antípodas de las recreaciones inmaculadas que intentan recuperar las ruinas de un tiempo pasado, no lo niego, pero para los que ya tenemos una edad y venimos del mundo escolar en que una lámina limpia y entintada a tiralíneas podía determinar en detalle y sin margen al error nuestro nivel en características tales como la paciencia, el aplomo, el orden o la serenidad, las incursiones a los mundos virtuales en 3D mantienen cierto marchamo alucinante que acaba en alucinógeno. Es decir, nos encandila hasta que nos espanta. Puede que se deba al hecho, no menos cierto, de que en ambas anda alguien empeñado en sorbernos el coco. Por la tremenda, como en los videojuegos distópicos, o por la electoral y mercante, como en las infografías encantadoras que siempre discurren en un junio perpetuo, sin fríos ni calores, sin contenedores desbordados ni mendigos dispersos, sin heces de mascota que quedaron en al pavimento mientras su dueño aparentaba no advertirlas mirando la pantalla de su móvil, sin zanjas inoportunas, sin horas punta ante los colegios, sin aceras de dos metros ocupadas por terrazas, sin andamios eternos, sin viaductos herrumbrosos. Por eso la expedición inmersiva en una recreación de 3D electoral y mercante es tan peligrosa como un chute desmedido de ayahuasca. La realidad se derrite a su paso y se ve suplantada por todos esos proyectos detallados capaces de embelesar votos y voluntades. Uno empieza sobrevolando puentes terminados, túneles alicatados, estadios futuristas en el mundo virtual hasta que descubre que es un zombi en el juego de otro.
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